DOI:
https://doi.org/10.47133/respy41-23-2-1
BIBLID: 0251-2483
(2023-2), 5-32
Memoria:
cuatro agendas emancipatorias
Memory: four emancipatory projects
a
Darío Sarah1
1Universidad
Católica Nuestra Señora de la Asunción,
Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas.
Asunción, Paraguay.
Correspondencia: darsarah@hotmail.com · Editor responsable: Carlos Anibal Peris. Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción, Centro de Estudios Antropológicos. Asunción, Paraguay. · Revisor 1: José Manuel Silvero. Universidad Nacional de Asunción, Dirección General de Investigación Científica y Tecnológica. San Lorenzo, Paraguay. · Revisor 2: Nilo Zarate. Instituto Superior Salesiano de Estudios Filosóficos. Asunción, Paraguay. Este es un artículo
publicado en acceso abierto bajo una Licencia Creative Commons - Atribución
4.0 Internacional (CC BY 4.0). |
Resumen: En este artículo se plantea el vínculo que existe entre el hecho de hacer memoria, como dar razones de un propio pasado, y una acción emancipatoria en términos políticos. En este sentido, se plantean cuatro posibilidades: hacer memoria como resignificar el pasado, hacer memoria como someter a crítica las narrativas históricas oficiales, hacer memoria como recuperación de la capacidad de narrar un propio pasado, y hacer memoria como repararla.
Palabras clave: memoria; olvido; emancipación; narración; resignificación; crítica de las narrativas históricas; rememoración.
Abstract: This article discusses
the link between the fact of making memory, as well as to give reasons for
one's own past, and an emancipatory action in political terms. Four different
possibilities are being proposed: making memory as a way of re-signifying the
past, making memory for criticism to official historical narratives, making
memory to be able to collect narratives for one´s own past, and finally, making
memory to repair it.
Keywords: memory; oblivion; emancipation; narration; resignification; criticism of historical narratives; remembrance.
Hacer memoria: una metáfora
Estrictamente hablando, la expresión hacer memoria, significa, en varios sentidos, mucho más que el proyecto deliberado de recordar, rememorar, o si se quiere, reconstruir de alguna forma un pasado relevante. Por ello esta expresión en realidad metaforiza otras intencionalidades y proyectos. Hacer memoria, casi inevitablemente, se constituye como algo más que rescatar algún recuerdo de los distritos narrativos en los que quedó perdido. Es rescatarlo por valioso, por significativo, por el vacío que llena, por el universo de posibilidades que se abre con cada nuevo recuerdo ganado al olvido –más metáforas-; es traerlo por la importancia que cobra la narración de ese recuerdo a un auditorio, social en este caso. Este es el portal de acceso al problema que propongo en las líneas que siguen: no interesa tanto aquí el contenido del recuerdo, ni su exactitud como relato de un hecho pasado, ni la forma con la que se accede a él. Por supuesto, no son estos problemas ajenos ni menores. Más bien me interesa ahora el sentido –o valor- que asigna quien hace memoria a ese esfuerzo de rescate.
Paul Ricoeur sugiere que esta perspectiva, la que rastrea el sentido del esfuerzo de recordar, puede contestarse atravesando dos preguntas que cabe formular así: “¿De qué hay recuerdo? ¿De quién es la memoria?” (Ricoeur 2009, 19). De hecho, el filósofo formula estas preguntas en la primera línea de una obra, a la que ya podríamos considerar un clásico sobre el tema. La lectura de esta obra muestra que con estas preguntas, Ricoeur escapa de visiones neurológicas o cognitivas de la memoria –“nosotros vistos desde afuera” (ídem,19)- a la vez que rescata a la memoria social o colectiva como un verdadero problema: en términos sociales, quién y qué recuerda finalmente. Varias veces y de diferentes formas, el autor articula estas dos preguntas en torno a una: ¿qué se hace en términos sociales cuando se hace memoria? Esta pregunta puede descomponerse en sus hebras: ¿Cómo recuerda una comunidad? ¿Por qué una persona o una comunidad se preguntarían por los relatos de su pasado, o al menos, aquellos que deberían serlo? ¿Qué lograría en última instancia una comunidad, con ese esfuerzo?
La idea que planteo aquí, nada novedosa y poco palmaria a estas alturas, se mueve en la dirección señalada por estas preguntas: existen varias posibilidades en las que hacer memoria es mucho más que eso: es fundamentalmente un esfuerzo de carácter emancipatorio. Por eso, la expresión memoria, en los términos que traigo, aparece vinculada a un universo reivindicatorio, lo que hace visible su carácter metafórico.
Está claro que la expresión emancipación también es una metáfora que intenta nombrar una infinidad de agendas y proyectos, pero es algo más antigua, y por ello, tal vez con más acuerdos logrados. Y si bien, tiene connotaciones que la comprometen bastante por sus pretensiones totalizantes y vinculadas al imaginario teleológico de la modernidad, podríamos usarla provisoriamente, y pactar desde el inicio que con ella nombramos un universo de acciones y formulación de saberes que se emprenden para comprender, objetar y en lo posible superar situaciones típicas de las formaciones sociales contemporáneas, que subalternizan explotando, privando o excluyendo. Autoafirmación y exigencia a otros actores sociales, búsqueda de reconocimiento y de las reparaciones que le siguen, modificación de praxis sociales, disputas por la capacidad de incidir en las tomas de decisiones, o en el ámbito legal –daños a reparar, derechos a garantizar o praxis a proscribir-, o en torno a las formas de generar y acceder a las riquezas, búsquedas de nuevas miradas sobre las subjetividades, capacidad de articular discursos reparadores sobre un pasado traumático, etc. Esta enumeración está lejos de ser exhaustiva o final, pero hacer memoria, es también acometer a esas agendas sociales.
Como fuera, en el sentido metafórico que propongo, este universo de proyectos supone que las subjetividades, individual o socialmente se introducen de una u otra forma en un abanico de praxis reivindicatorias, de búsqueda de afirmación y de reconocimiento social, económico, político, cultural. Este esfuerzo encuentra en la expresión memoria un eje vertebrador, una carátula.
El supuesto, hegeliano en el fondo, es que la posibilidad de lograr nuevas representaciones sobre el pasado tiene relación dialéctica con el hecho de que personas y grupos alcancen nuevas representaciones sobre sí mismas. Como sabemos, el lugar desde el que se origina esta necesidad es lo que pone a Hegel de cabeza o de pie, pero ambas opciones suponen la práctica concreta, la convivencia como tablero en el que se dirime esta cuestión. Hacer memoria, es entonces, una praxis política.
Esto nos lleva a una segunda cuestión, que es la que establece el vínculo entre recordar y emanciparse, al que se llega por otra ligazón que le subyace: el vínculo entre identidad y memoria. Se trata de un lazo que no será aquí más que aludido en su núcleo, y puede verse expuesto en detalles en la obra de Ricoeur Sí mismo como otro, incluso con algunas reseñas de las discusiones en torno a ese vínculo (Ricoeur; 2006). En esta línea y tal vez más sugestivo, es el planteo que realiza Mónica Quijada (Quijada, e.a.; 2000) sobre identidades e imaginarios articulados en torno a narraciones sobre el pasado.
Podríamos plantear que precisamente la identidad, como una certeza de las subjetividades sobre sí mismas, se presenta en forma de relatos, y se puede formular como la respuesta que se dan a sí mismas a la pregunta ¿quién soy o quiénes somos? Por supuesto, la cantidad de factores conscientes y no conscientes que se asoman aquí es realmente abrumadora y requieren no pocos esfuerzos de sospecha. A pesar del sobrevuelo nihilista que se acepta con este vínculo entre identidad y relato del sí, -Ricoeur lo reconoce y aleja (Ricoeur, 2006, 164)- la cuestión mnémica está directamente implicada en ese relato identitario, ya que de una u otra manera la respuesta a esa pregunta supone alguna forma de autojustificación: quién soy, supone explicar en ese mismo relato cómo llegué a serlo. Se trata de un relato histórico en el cual, siguiendo una trama similar a las literarias, la subjetividad se plantea como personaje de una trama narrativa que la tiene como centro: como en las antiguas narraciones griegas, una subjetividad inmersa en la lucha trágica por sí misma. Los relatos históricos de las comunidades suelen articular su trama conforme a esta lógica.
Es por eso que los relatos identitarios se interseccionan con relatos históricos, que pueden o no ser del carácter que la Ilustración bautizó -puedo también identificar el sobrevuelo nihilista sin ayuda de Ricoeur- como historiográficos. Y esto nos remite nuevamente a las preguntas con las que inauguré estas líneas: ese relato con el que las subjetividades damos razones de quiénes somos, que es en gran parte eso a lo que llamamos memoria. La pregunta es entonces, de qué manera llegamos a articular semejantes relatos de un pasado que se aparece como propio, y que finalmente explica cómo llegamos a ser esto que somos.
Si esto es así, y quitando los claroscuros, casi a riesgo de simplicidad, podríamos decir que cuando hablamos de la memoria en términos sociales, nos referimos a aquello que una comunidad recuerda u olvida como un pasado común o compartido, y que de alguna manera, deseable o no, la termina explicando. En este caso, el carácter metafórico de la expresión memoria queda absolutamente desprovisto de tapujos.
Pero como puede apreciarse, el trazo mnémico funciona como una justificación del presente, con todas las posibilidades, saludables o no, que esto implica. El camino se recorre desde el pasado hacia el presente, que queda así justificado como forma de las subjetividades de dar razones de sí mismas. Pero queda abierto el problema fundamental que nos convoca aquí: objetar un relato sobre nuestro pasado, cuestionar su repetición como historia oficiosa, recordar algo que quedó fuera del repertorio mnémico, es también, acercarse a nuevas comprensiones sobre el sí. Porque poniendo las cosas simples, revisar la propia memoria tiene incidencias directas en las autorrepresentaciones.
El capitalismo industrial temprano, por medio de su primera y desordenada vocera, la Ilustración, introdujo en el universo de imaginarios modernos la idea de una historia completa de la humanidad, articulada en torno a la trama del progreso. En realidad, la historia de la humanidad narrada por la Ilustración –Voltaire o Kant- sigue esa trama: toda la historia de la humanidad es en realidad un relato que explica cómo Europa llegó a ser lo que es (Kant, 2001). Una matriz narrativa, que aunque golpeada, parece de caducidad lejana. Precisamente se trata de esa secuencia que va del pasado hacia el presente: somos en gran medida, una consecuencia de lo que hemos sido. O si se quiere, Kant es más claro al respecto, llegamos a ser lo que somos como resultado del despliegue histórico de una fuerza ya presente en el primer hombre. Es el mencionado camino que va del pasado al presente, o mejor dicho, el pasado que solo puede existir en forma de recuerdo que explica el presente: la presencia de lo ausente, diría Platón. La secuencia aparece clara: el presente sólo es comprensible por su historia, por esa presencia en nuestra vida de lo que ya sucedió. Una idea central en el universo de imaginarios modernos.
Ello explica, tal vez, que cuando la modernidad y sus promesas redentoras cayeron bajo sospecha durante la segunda mitad del siglo XX, este recelo afecta directamente esa secuencia pasado-presente. Claudia Briones (Briones, 1994), en un trabajo casi contemporáneo al capítulo latinoamericano de esas desconfianzas, explica que las sensibilidades deconstructivistas que despedían el siglo, invertían la polaridad. La secuencia que articulaba al pasado como clave de interpretativa del presente se revierte. Se trata, si así puede decirse, de un presente que pone en tela de juicio los relatos sobre el pasado, precisamente porque también caen bajo sospecha los relatos que explican cómo ciertos grupos –desdichados o bienaventurados de la modernidad- llegaron a ser lo que son.
En este sentido, hacer memoria es fundamentalmente un esfuerzo mediante el cual, las subjetividades ponen en tela de juicio diversas narrativas sobre el pasado, sobre cómo se llegó a ser lo que se es. Se trata de narrativas que niegan o invisibilizan discursivamente a esas subjetividades, que llaman pacto fundacional al exterminio, que llaman fraternidad al fratricidio, o que simplemente, nunca narran a los colectivos subalternos (Briones, 1994, 1998; Nickson; 2011) o que simplemente olvidan un pasado que podría implicar un presente distinto, con su solo recuerdo.
En los términos que propongo aquí, hacer memoria es justamente ese camino que va del presente al pasado, partiendo de la idea de que el pasado ha sido utilizado, ficcionado o no, para lograr que las subjetividades se representen a sí mismas conforme a una mirada que les es ajena (Jielin; 2017; Sarah; 2009). Todo ello, también porque desde fines del siglo XX, pensamos al poder, no tanto como una acción que obliga o somete, sino fundamentalmente, crea sentido, o si se quiere, configura el universo interpretativo de las subjetividades (Foucault, 1994). De tal forma que poniendo las cosas sin claroscuros, el planteo es que conseguir narrar el pasado de una comunidad, también es conseguir crear sentido, y con ello justificar el presente normalizándolo como consecuencia de una historia. Por eso mismo, poner en tela de juicio los relatos del pasado compartido es también una forma de objetar ese sentido del que hablamos.
Está claro que presumir que este camino del presente al pasado –a su relato- es una invención de no más de cincuenta años, es una sobrevaloración del pensamiento reciente, cosa que Briones, claro está, no hace. Por ejemplo y como sabemos, ya en el siglo XIX se discutía si era primero el mono o era primero el hombre, utilizando traducciones del alemán de expresiones de aquel siglo. Como fuera, las sensibilidades deconstructivas de fines del siglo XX plantearon que el presente es el punto de partida de la memoria: el evento comienza a ser recuerdo cuando es introducido dentro de una trama narrativa que le da sentido (Ricoeur; 2008). El evento pasado y significativo como para ser narrado, se convierte en recuerdo porque consigue dar explicación a algo que interesa desde el presente (Calveiro; 2006). Y por si por algún doloroso motivo, el evento no puede introducirse en esa trama, -como veremos- o sencillamente el evento se vuelve irrelevante o disfuncional al presente de quien narra –como también veremos- posiblemente termine en el olvido o en un dolor permanente (Ricoeur; 2008).
Briones acierta en lo importante, la connotación militante y emancipatoria que tiene la expresión hacer memoria, es decir, hacerla como parte de una agenda política, tiene en la mayoría de sus casos, no más de cuatro décadas de uso. Al menos, con excepción de algún clásico, no es fácil encontrar bibliografía sobre los usos del pasado más allá de ese umbral, más que algunos esbozos latinoamericanos de la crítica a la narrativa histórica liberal. Y los casos excepcionales que lo exceden no se remontan más allá de las discusiones sobre aquello que no debía olvidarse luego de las guerras mundiales (Jelin; 2017).
Por supuesto, en Paraguay este está también siendo un esfuerzo que se emprende desde varios y diversos ámbitos de reflexión y praxis desde bien entrado el milenio, aunque en los ’90 ya pueden rastrearse trabajos que invierten la relación pasado presente, en la obra de Mauricio Schvartzman (Schvartzman; 1983; 1987). En términos de reflexión, si se quiere, desde ámbitos intelectuales, o lo que pretendemos que tal cosa fuera, por supuesto, no voy a historiarlo, ni siquiera reseñarlo. Pero desde Paraguay y con la colaboración de colegas de otras latitudes, queda clara una preocupación por las narrativas sobre nuestro pasado, y los usos que se hacen de ellas para justificar prácticas subalternantes o excluyentes, desde hace casi ya dos décadas. Relatos como el del mestizo blanco sui generis, hijo de madre guaraní y padre español, el del país refundado por mujeres, el de la feliz y armoniosa arcadia pre bélica, el del campesino guerrero portador de los trazos identitarios, el del Paraguay como una isla, o una particularidad cósmica que solo puede ser explicada por teorías que solo existen en Paraguay, el relato del orden y el progreso o el de casi medio siglo de felicidad ignorada, todas construcciones mnémicas que están a flor de la epidermis de cualquier conversación cotidiana, son precisamente relatos que en los últimos años han sido puestos bajo sospecha. Al menos, eso. Cuando no, referidos como mitos de aval de prácticas “porque son ancestrales”, pero en el fondo, desenmascaradas como narrativas ficticias, o al menos insostenibles frente a las improntas del pasado que bien hacemos en llamar evidencia histórica.
Una simple revisión de la bibliografía contemporánea sobre la cuestión, muestra una llamativa abundancia de trabajos cuyo título se inicia con “El mito de…”, seguido de algún tópico de lo que llamábamos memoria colectiva. Ello, sin mencionar a una infinidad de comunidades, que justamente comienzan a verse como actores sociales con algo que decir respecto a lo que les sucede, a partir de una revisión de las narrativas históricas con las que se explicaban. Por supuesto, se trata de una andadura que puede discutirse en sus rumbos, pero que además de que parece estar lejos de agotarse, logra saludables e inimaginadas representaciones, que una vez apropiadas, permiten objetar infinidad de prácticas excluyentes y negadoras de reconocimiento. Ese es el sentido que hacer memoria tiene como praxis reciente.
Hacer memoria: cuatro agendas políticas
Ahora bien, he planteado a la expresión hacer memoria como un metafórico viaje al pasado desde el presente, porque hay cuentas que ajustar con él, que comienzan a resolverse en una mejor comprensión del camino histórico que nos trajo hasta aquí. Se trata de un viaje que emprendemos individual o socialmente para objetar o rescatar recuerdos que de manera acertada pero sobreabundada, de una manera ficticia o poblada de olvidos, nos terminan finalmente explicando. Habiendo llegado hasta aquí, se podría avanzar en algún tipo de especificidad, contestando una pregunta: ¿De qué maneras, en las últimas décadas, hacer memoria devino en la búsqueda de saberes que lleven a nuevas representaciones y con ello, nuevas formas de asumir las relaciones sociales? El supuesto es que la subalternización, como dominación o exclusión, también es un esfuerzo que se automatiza en su capacidad de crear sentido, pero no logra siempre ser tan absolutamente eficaz que pueda esconder inexorablemente las íntimas finalidades de algunas prácticas sociales.
Entonces, el vínculo entre memoria y emancipación no es traído aquí como propuesta de hoja de ruta, sino más bien como un mínimo registro que tal vez pudiera ser más exhaustivo, pero que intenta dar cuenta de un pasado reciente de reivindicaciones que tuvieron a la expresión memoria como mascarón de proa.
A grandes rasgos, puede notarse que hacer memoria como la reflexión que venimos mencionando, tiene varias posibilidades o intencionalidades, es decir, se hace memoria bajo la guía de una determinada agenda elaborada, como dijimos, por las necesidades del presente. Planteo aquí que es posible visibilizar varias posibilidades en este rumbo, que no se excluyen mutuamente en cuanto a sus contenidos ni a sus agentes. Incluso, se solapan. Pero claramente muestran intencionalidades diferentes. Propongo cuatro posibilidades, que serán las que me ocuparán por el resto de estas líneas: memoria y justicia o también, memoria como resignificación pública; memoria y narrativa histórica nacional, reconstrucción de la memoria impedida, y superación de la memoria dolorosa o traumática.
Memoria y justicia: la búsqueda de resignificación pública
Quienes pertenecemos a la generación que a su manera comenzó a pensar –o lo que así llamábamos- en los ’80, posiblemente hayamos sido testigos de la génesis de esta expresión como metáfora emancipatoria en la región. Ya tenía un largo rodaje en la Europa de la posguerra, aunque sabíamos que de allí nos llegaban más nítidas las recomendaciones amnésicas del Pacto de Moncloa. La puerta quedó abierta con los llamados procesos de democratización en nuestra región, o si se quiere, procesos de retirada formal de regímenes autoritarios. Es decir, regímenes que llegaron al poder con listas de exterminio –que supieron usar- y un concienzudo manual sobre prácticas a reprimir con la mayor ferocidad posible y sobre actores sociales a desarticular. Y por supuesto claras instrucciones económicas de las grandes corporaciones nacionales y trasnacionales, a las que fueron funcionales. No nos dedicaremos aquí al extenso y hasta curioso listado de ignominias y oprobios cometidos sistemáticamente por las dictaduras regionales.
En esos primeros años de lo que por algún motivo, llamamos transición, y entre las idas y vueltas regionales ya conocidas, la expresión memoria se nos apareció como lo que se oponía, al olvido de semejante violencia, ya que entre los costos de una transición “pacífica” aparecía como pago el abandono de las discusiones públicas sobre las responsabilidades de la violencia desatada desde los aparatos estatales y paraestatales. Aquí, la expresión olvido muestra claramente una de sus caras metafóricas: estrictamente hablando, no parece haber olvido, sino una normalización de aquella violencia por considerarla necesaria –e incluso insuficiente, como se oye-, o también un silencio como requisito de una transición ordenada, o al menos desprovista de las conflictividades que traería el señalamiento de crímenes y sus responsables. En realidad, por lo general esta violencia no ha sido socialmente olvidada, sino socialmente normalizada en los relatos del pasado, con lo cual comienza a quedar invisibilizada en su horror. Lo que llamamos olvido, nombra los esfuerzos de normalización o el abandono de estas cuestiones en las discusiones públicas. Pero cuando se reclama hablar sobre ese pasado, queda muy claro que no parece haber olvido de semejante violencia.
En este caso, hacer memoria como agenda política metaforiza a las voluntades o proyectos que buscan desde aquel entonces y con más o menos éxito público, que las prácticas genocidas ejercidas por los estados durante segunda mitad del siglo XX, e incluso antes, pasen a ser representadas como lo que fueron: un feroz proceso de disciplinamiento implementado directa e indirectamente por ciertos actores que deben ser identificados como tales. Y lograr que con nuevas representaciones públicas del pasado se permita visualizar que los relatos normalizantes esconden víctimas y victimarios que deben ser nombrados como tales. Y desde ahí, ingresar al basto universo de las reparaciones (Calveiro; 2004).
La expresión memoria, en estos términos, queda inevitablemente vinculada al recuerdo de las dictaduras regionales, pero es necesario tener en cuenta que los regímenes democráticos, por diversidad de motivos, sobre todo, por sus vínculos con el poder económico o por mera opción ideológica, también han cometido actos sistemáticos de violencia ilegítima. Por eso, memoria en estos términos no sólo se vincula con las dictaduras regionales, sino también con otras formas de violencia estatal, perpetradas desde los propios regímenes democráticos. Se trata de un universo que va desde el gatillo fácil continental hacia la juventud más pobre, las violentas represiones a las demandas sociales, los genocidios vigentes a la población originaria, o la militarización territorial que impone el narcotráfico con la complicidad de los estados. La lista es extensa y las discusiones están en marcha con mayor o menor ímpetu.
Ahora bien, es importante observar las discusiones públicas que surgen a partir de este esfuerzo de hacer memoria. Las mismas parecen poco centradas en el hecho de reconocer que los estados de la región hayan eliminado o torturado personas como un proyecto político: no parece haber discusión en torno a si hubo o no tal violencia, la discusión se centra el sentido que hubiera podido tener semejante situación. O mejor dicho, la discusión se centra en qué explicación darle. A riesgo de poner las cosas excesivamente simples, puede decirse que aquella violencia es narrada desde tres grandes tramas – rodeadas de su masa muscular- : a) fue una necesidad histórica “de ordenar el país” frente al caos de un comunismo inminente –lo que así llaman, mejor dicho-, o bien b) como el exceso de individuos que abusaron del su rol dentro de la burocracia del poder estatal, que sólo buscaba “ordenar el país frente a un caos…” etc., con lo cual, la violencia no se justifica, pero se exime de responsabilidad a los regímenes militares en su lógica; o bien; c) se interpreta lisa y llanamente como un plan de exterminio, o de violento disciplinamiento social, que debe ser visualizado como tal, incluyendo a sus agentes y sus víctimas, directos y remotos. Está clara la diferencia entre las dos primeras opciones y la tercera.
El hecho de hacer memoria, en este caso, parte de la objeción de una normalidad justificante del pasado, y busca incidir sobre determinadas visiones sociales hegemónicas que narran el pasado –el genocidio- como una necesidad o un exceso. Estrictamente hablando, no hay olvido, hay diferentes explicaciones de sentido a un mismo hecho: fue una necesidad, fue un exceso o fue una aberración. De momento, y aun reconociendo la existencia de generaciones que no conocieron directamente las dictaduras, hacer memoria no es rescatar el pasado del olvido, es darle el nombre que le corresponde. Más que de olvido, se trata de una cuestión de luchas de memorias rivales (Jelin, 2002), o de disputa de hegemonía discursiva diría Pilar Calveiro (Calveiro, 2006) sobre esta misma cuestión, trayendo a un clásico del vínculo entre discurso y poder, o entre lenguaje y sentido (Pérez Cáceres, 2019).
Por supuesto, quienes consideramos necesaria la agenda de hacer memoria en este sentido, estamos lejos de aceptar que esta es una mera puja competitiva: aceptar la puja no supone aceptar que los discursos pujantes son iguales y de relación simétrica. Lo que me interesa en estas líneas es más un intento de aproximación histórica a esta discusión. Por supuesto, quien acepta la memoria como imperativo en este caso, acepta que es intolerable la idea de estados ejerciendo este tipo de violencia.
Otra prueba clara de que estrictamente hablando, no hay olvido de aquella violencia, es que como un dispositivo casi automático, cuando se plantea el término memoria en el sentido que aquí se plantea, le sale al paso la expresión memoria completa. Según esta posibilidad, las dictaduras no eran dictaduras, sino los anticuerpos de una sociedad a proyectos corrosivos e incluso violentos. Conforme a estos relatos, la violencia estatal queda justificada como respuesta necesaria a una violencia subversiva, extraña, disolvente y anterior. De tal manera que los defensores de este proyecto hablan de memoria completa, una suerte de simetría mnémica que suponga recordar también la violencia política asumida en varios países de la región desde la sociedad civil.
Por supuesto, no se niega aquí que tal cosa haya sucedido, y de hecho, hasta donde sabemos, con la aparición de reflexiones como la de Oscar Del Barco (Del Barco; 2007) se ha iniciado en la región una imperativa discusión sobre el sentido de la violencia como opción, asumida por no pocos movimientos políticos latinoamericanos. Como fuera, la idea subyacente al proyecto de memoria completa puede formularse así: si se desea hablar de crímenes de la dictadura, también hay que hablar de los crímenes cometidos por los movimientos de la sociedad civil que optaron por las armas en aquellos años. Así planteadas las cosas, no hubo un demonio, hubo dos.
Por supuesto, ninguna discusión sobre lo acaecido históricamente debería ser negada, ningún hecho del pasado que haya supuesto violencia y víctimas debería ser invisibilizado discursivamente, sea cual fuera el costo de narrarlo. Lo verdaderamente llamativo de este programa de la memoria completa, es que en realidad plantea una realidad simétrica: a la inhumanidad de la subversión, le sale al paso la inhumanidad de las dictaduras, como un mal necesario y por ello, también menor. En realidad, si prestamos atención, en estos términos, no se acepta la existencia dos demonios, sino uno, ya que según esta tesis, las dictaduras no hacían más que defender al tejido social de proyectos violentos y corrosivos.
Sin dudas, absolutamente nadie queda libre de dar explicaciones por sus acciones y proyectos, y por ello, nadie queda exento de culpas y acusaciones y de todo lo que ello supone. Como fuera, es aceptable un debate en torno a la respuesta estatal a la violencia civil, aceptando como supuesto que el estado debería estar en legítimas manos y que cuenta con legítimos procedimientos, entre los cuales no se encuentran ni la desaparición de personas, ni las torturas. Y esta es una discusión que aún aguarda en su verdadero espesor, ya que supone –por ejemplo- aceptar que Paraguay llegó a la democracia por medio de una acción violenta que costó vidas y fue exitosa, por así decirlo, pero pudo no serlo.
No hay ningún motivo para negar debate alguno sobre nuestro pasado, el que fuera. Pero aceptar la teoría de la memoria completa, supone aceptar y normalizar también que los estados pueden y a veces necesitan hacer listas de exterminio, o necesitan negar el derecho a defensa, o la presunción de inocencia. Es aceptar que los estados pueden torturar, privar a las personas de sus bienes, o negar el derecho a manifestar desacuerdo con políticas públicas. La lista de situaciones que se aceptan así es extensa, e inquietante. Y lo que es más perturbador aún, es también aceptar que eso pudiera volver a suceder. Si esto es así, la memoria completa no es memoria completa, es aceptar y justificar la violencia estatal ilegítima. Y justamente, la agenda de hacer memoria en este sentido es nombrar públicamente a esa violencia estatal como precisamente ilegítima, como un demonio primigenio.
Crítica de la memoria social
En este caso, el punto de partida es el problema de la memoria plenamente experimentada como memoria, como relato manifiesto de una comunidad, asumido como propio por las subjetividades, cosa que como retorno, permite a esas subjetividades sentirse parte de esa comunidad y configurar también así las formas de representación que las personas tienen de sí mismas. La pregunta aquí tiene que ver con la génesis de ese universo de recuerdos que una comunidad se narra cómo su pasado, dado que lo especial aquí es que se trata de memoria, pero de aquello que no se experimentó por ser eventos remotos en el tiempo.
En esta cuestión, que como dije, refiere a las preguntas sobre el fenómeno de la memoria, me atrevo a introducir algunas notas sobre genealogía de la memoria como un fenómeno social. En tanto relato significativo que las personas hacen de su pasado, la memoria personal está vinculada al recuerdo, como algo que sucedió en primera persona, y como la acción de evocarlo, que lo interpreta y que también llamamos rememoración. Por supuesto, esta rememoración sigue siendo la construcción de un relato mnémico que es significativo a la hora de narrarlo: un hecho pasado cobra sentido o valor y se introduce en una trama que lo cuenta (Calveiro; 2004). Pero aun así, el recuerdo aparece o se experimenta entonces como impronta presente de lo que ya no está, sucedió en el pasado, y se relata como hecho más o menos significativo en la rememoración (Ricoeur, 2009). Ese pequeño relato que buscamos, diría Platón en el Teéteto, en esa jaula llena de pájaros a la que vamos cuando necesitamos alguno de ellos, que se llamaría memoria.
La pregunta es cómo se recuerda en 2030, por ejemplo un evento sucedido en 1842, cómo llegó ese pájaro recuerdo a la jaula de nuestra memoria. La respuesta no presenta mayores complejidades, se acepta el evento porque hay un relato que da cuenta de él, y de alguna manera, la subjetividad lo considera veraz, ya que acepta la autoridad de quien profiere esa narración. Incluso, también es cierto que ese hecho deja improntas que podemos ver en ese universo semiótico al que llamamos mundo material –trazos del pasado, aún presente- que efectivamente narra un pasado, siempre que haya interés en articular esa narración.
En síntesis, nuestra memoria social tiene que ver con la aceptación sobre la veracidad de ciertos relatos que seleccionan como relevantes y significativos algunos eventos pasados, más allá de las improntas materiales que pudieran haber dejado. La memoria es aquí el recuerdo de lo que no se vivió, pero que de alguna manera logra explicar un pasado compartido interpretado como significativo, es decir, como algo que nos pasó, aunque no estuviéramos ahí: nuestra independencia, nuestra fundación, etc., es decir, nuestra historia. Y aquí planteo una cuestión que no es novedosa, pero es fundamental para comprender las preguntas iniciales de Ricoeur: ¿quién elabora y profiere ese relato y por qué es considerado como veraz y significativo?
Con la organización de casi toda la humanidad en torno a estados nación modernos, se desarrolló una tecnología en la que poder estatal, territorio y población comenzaron a funcionar como un ensamble anatómico, logrado por saberes y prácticas centradas en el control de la población (Foucault, 2006) que la burguesía europea supo gestar. Adorno llama a Maquiavelo y a Hobbes –padres del pensamiento político moderno- como los filósofos sombríos de la burguesía, (Horkheimer, Adorno, 1998) precisamente porque son los que plantean abiertamente la necesidad del ejercicio de la violencia disciplinante como condición para la fundación del estado moderno. Una vez ejercida esa violencia, fundada la nación y disciplinada su población, queda normalizado y escondido el desacuerdo anterior a la nación (Ranciere 1996) que tanto preocupaba a Maquiavelo. Pensadores posteriores, desde Locke hasta Rawls podrán hablar de acuerdos y pactos primigenios de fundación de los estados modernos, pero éstos aparecen como resultado de un violento proceso de homogeinización social. Paraguay, por supuesto, no fue ajeno a esta constante histórica: la fundación del Paraguay suponía el olvido de las narrativas coloniales, como de los intereses pro-porteños de una parte de su dirigencia.
Pero este proceso no se realiza sólo desde la violencia, sino que también desde la persuasión en torno a relatos históricos que daban cuenta de un pasado común anterior a la nación: la civilización, la raza, el pueblo, el carácter nacional, etc. Es importante tener en cuenta una vez más que el poder no es sólo una práctica que obliga, constriñe, prohíbe, sino que fundamentalmente crea sentido, es decir, configura las categorías desde las cuales las subjetividades se interpretan a sí mismas y a la realidad, y las primeras dirigencias de los estados modernos desarrollaron el saber necesario para ello: crear la identidad nacional, un relato unificante y homogeneizador, y así inventar algo que no existía, que es la nación.
Así, en los años desconstructivistas que Briones menciona, Hobsbawm –quien no puede ser señalado como posmoderno- introduce la idea de la invención de las tradiciones (Hobsbawm, Ranger; 2002) que es justamente la articulación de un relato histórico, ficticio o no, pero dotado de la autoridad que da la escuela, la prensa o las conmemoraciones, que apela a un presente como necesario legatario de una historia. Se trata de relatos que rastrean la nación antes de su existencia, justifican determinadas prácticas, asignan roles, identifica liderazgos y grupos subalternos, e invisibiliza actores y eventos. De esa manera, esos artificios a los que se llama tradiciones, justifican y normalizan imaginarios y prácticas, y por supuesto, condena a otros por extraños a un pasado común.
La fundación de los estados latinoamericanos, pasó a su manera por este proceso genético, también con poblaciones de difícil identificación mutua, y sobre los viejos mapas coloniales, a los que se sumaron los territorios que nunca llegaron a estar bajo efectivo control virreinal. Tras la violencia inicial que hizo posible la hegemonía, todo ello supuso la creación de unas homogeneidades nacionales (Quijada e.a.; 2000; Sarah; 2013). Así fue como indianos o españoles comenzaron a devenir ciudadanos uruguayos, bolivianos o paraguayos, siempre varones. Es ahí, en los tiempos de búsqueda de homogeneidad cuando aparecen los primeros relatos históricos nacionales que tienen a su cargo un elemento de persuasión fundamental para el origen del nuevo estado-nación: la certeza de un pasado común, que genera un contundente sentido de pertenencia, diluyendo cualquier diferencia o heterogeneidad –clases, etnias, naciones anteriores- y asignando funcionalidades, roles y señalando claramente las exclusiones merecedoras de violencia, tras la generación de fuertes lazos de identificación social. Esa es la genética de la memoria social, que posteriormente y no exenta de desacuerdos, se denominará historia oficial. No quiere decir esto que esos relatos fueran necesariamente ficticios o meras invenciones, aunque suelen serlo cuando hablan de pactos o fraternidades nacionales. Lo importante de esas narraciones no se centra en su veracidad histórica sino en su función pragmática: inventar la nación como una población homogénea y con una génesis común, y con derecho a un territorio, ese es suele ser el cometido de las primeras historias nacionales oficiales (Quijada e.a.; 2000).
Pero, como sabemos desde la advertencia de Borges, la memoria total no sólo es imposible, sino también es insoportable. La memoria es una selección que delimita lo digno del recuerdo, como también lo digno del olvido. Se trata de una elección de memorias y olvidos en las que quien narra escoge y descarta conforme a sus intereses, que no siempre son conscientes (Ricoeur 2009, p. 571). Eso quiere decir que quien narra una historia común, lo hace conforme a una trama anterior a la narración que es la que autoriza los recuerdos y los vuelve funcionales y significativos. Esa es la inevitable condición de cualquier narración histórica.
En el continente podemos identificar sin muchas dificultades grandes tramas narrativas históricas que han conseguido crear sentido cohesionante desde el recuerdo y el olvido. No son muchas y aparecen en formas de capas sedimentarias que alternadamente surgen a la superficie, según las regiones discursivas en cuestión. En Paraguay pueden notarse dos que se alternan en la configuración de imaginarios identitarios sociales (Sarah; 2009). Si prestamos atención notaremos que cada relato histórico aceptado como hegemónico se asienta sobre uno anterior y propone arquetipos nacionales. Los arquetipos son precisamente eso, construcciones modélicas que plantean un sujeto paradigmático nacional, portador de virtudes ancestrales; pero por sobre todo, los arquetipos implican lo otro, la diferencia, es decir cómo no se es aquí. El objeto de ese discurso es justamente proponer un modelo nacional ideal para delimitar claramente lo que se espera de cada quien, y lo que no se espera, ya que es extraño a ese ser nacional. Es interesante observar como las narraciones construyen capas de suelo de imaginarios sociales, y como dije, reposan unas sobre otras, de forma que puede hacerse una especie de arqueología de esos arquetipos (Roig; 1981). Al viejo bárbaro contra el que Sarmiento o Báez no dejaron de imprecar, se lo disciplinó desde el arquetipo del europeo, laborioso amante de las leyes. Cuando llegó el europeo, que además de laborioso, también era anarquista, se lo disciplinó con el posterior arquetipo del criollo, el campesino guerrero, por ejemplo (Domínguez, 1986, 1988). Cuando ese criollo o ese excombatiente comenzó a hacer demandas a los estados, se lo disciplinó con el arquetipo de un migrante que llegó con las manos vacías y gestó su propio destino, o el arquetipo nacional primigenio, disponible desde 1903 en Paraguay (Báez, O’Leary; 2008). Por supuesto, mujeres y niñez son disciplinadas en cada uno de esos relatos. Las siguientes dirigencias tuvieron esos arquetipos a disposición, como un stock modélico conforme las circunstancias los requirieran.
No se niega aquí que pudieran rastrearse narraciones históricas identitarias de cierta legitimidad. Lo que nos interesa no es tanto la veracidad de esos relatos que constituyen la memoria social –trabajo de la historiografía o la antropología social- sino su poder disciplinante, ya que todo arquetipo plantea un imperativo: acá se es así, porque así terminamos siéndolo. Claro que no es necesario incurrir en maniqueísmos, los grupos subalternos también construyen arquetipos en sus procesos emancipatorios (Briones; 1994), incluso, con el riesgo de la invención de nuevas ficciones. Pero tampoco planteo aquí una cuestión simétrica: como fuera, el punto de partida emancipatorio es poner bajo sospecha los relatos históricos nacionales que justifican, cuando no imponen, modelos a seguir. A partir de ahí, ningún arquetipo está a priori libre de crítica, sea cual fuera su pretensión.
No es necesario insistir en el universo que se abre cuando se ponen estos modelos bajo sospecha, porque son configuradores de identidad. Repensar el pasado, o mejor dicho, narrarlo más allá de arquetipos o identidades forzadas, supone la capacidad de las comunidades de recuperar la posibilidad de narrarse a sí mismas. Y en este sentido, es más que notorio el trabajo que actualmente se realiza desde la historiografía y la antropología social, porque justamente realiza una suerte de crítica de los arquetipos, que es posible principalmente como crítica a los relatos del pasado, su veracidad, sus silencios, sus sobreabundancias. Muchos colectivos contemporáneos comienzan a narrarse a partir de la puesta en tela de juicio de esa narrativa histórica, y con esas narraciones, también aparecen nuevas representaciones de un presente que por lo general no les es del todo favorable.
La reconstrucción de la memoria
Este punto está sumamente vinculado con el anterior, ya que el esfuerzo se inicia poniendo en tela de juicio las narrativas histórico identitarias nacionales. Pero la agenda va bastante más allá, ya que su núcleo consiste propiciar que ciertos colectivos, grupos o comunidades puedan replantear su propia identidad a partir de la reconstrucción un pasado que quedó olvidado en los relatos oficiales.
La invención de las tradiciones, o la construcción de arquetipos, como vimos no buscan tanto dar cuenta de un pasado compartido, sino que la intencionalidad discursiva es la mantención de una normalidad basada en un orden que se justifica por apelación a la ancestralidad. Las tradiciones inventadas, los arquetipos a seguir buscan una homogeneidad nacional, que como toda homogeneidad, fuerza a lo distinto, a lo heterogéneo a olvidar la diferencia o diversidad dentro de una homogeneidad. La memoria, en este caso olvida, y por supuesto, también existe un vínculo entre identidad y olvido, o mejor dicho: impedir la memoria también afecta directamente a las representaciones que las subjetividades tienen de sí mismas.
Por ejemplo, los relatos mnémicos insisten en el elemento guaraní como elemento genético o primigenio de la nacionalidad. Luego de esa génesis, el legado guaraní es solo legado, es decir, un dato pretérito y fundacional, por lo que cuesta visualizarlo como una heterogeneidad aún presente, más no sea, en el triste lugar asignado a ella, que es el desplazamiento de sus tierras arrebatadas y la mendicidad en los semáforos. Pero como si fuera poco, ese relato fundacional habla de guaraníes, pero olvida a otras naciones originarias que han sido parte de la historia del Paraguay, incluso son bien visibles en los ámbitos urbanos, pero no tienen lugar en sus narraciones histórico nacionales: discursivamente no están. Es paradigmático el caso del rol histórico que han tenido las mujeres en la historia nacional, que queda escondido detrás de los relatos mnémicos de la posguerra (Potthast; 2011; Makarán; 2013). Lo mismo sucede con la afrodescendencia, un colectivo realmente genético del Paraguay, que queda invisibilizado por el relato del mestizaje (Telesca, 2009). O lo que sucede con poblaciones migrantes que han quedado invisibilizadas detrás del relato del mestizaje.
Hay todo un pasado que queda escondido detrás de las narrativas históricas y por ello, muchas antiguas heterogeneidades, muchos grupos que se han incorporado a la historia del Paraguay, se narran desde una serie de relatos que esconde su peculiar historia, o mejor dicho, se narran desde una serie de relatos que les son extraños, pero curiosamente, son experimentados como la propia historia. Por ello, recuperar la memoria es una forma de rescate de una identidad que fue impedida al ser también impedida la memoria de esas comunidades. Muchos de estos colectivos –acompañados o no por especialistas- han obtenido grandes logros al desmontar un relato que les asigna un lugar subalterno o discapacitante en términos históricos, pero fundamentalmente al recuperar una memoria más cercana a su pasado, que junto a ello, les permita reformular la forma de narrarse y de vincularse (Ramos, 2017).
En síntesis, hacer memoria en este caso, es un esfuerzo por recuperar la capacidad de desmontar las narrativas que diluyen a las subjetividades en totalidades ajenas, extrañas e incluso nocivas. Se trata del rescate de un pasado oculto en las narraciones públicas y oficiales. Y a partir de ahí, recuperar la capacidad de autonarrarse a partir de una determinada historia cuya visibilidad se recupera.
Reparar la memoria
La cuestión problemática en este caso no es tanto el recuerdo ficticio o el olvido, sino más bien el recuerdo, es decir, la posibilidad de que la memoria se haga insoportable, por ser memoria de un evento sumamente doloroso, que no se consigue poner en palabras, o bien, que no se puede narrar a otras personas porque lo encontrarían intolerable. Se trata de un sinfín de posibilidades en las cuales las personas o comunidades quedan imposibilitadas de narrar su pasado por un obstáculo que se halla instalado en los más ignotos escondites de su subjetividad, como una pulsión no consciente que responde a una situación traumática, o bien porque la narración del recuerdo doloroso a otras personas lo reedita con estigmatizaciones y por ello resulta mejor perderlo en los laberintos de la interioridad. En estos casos, la memoria no se manifiesta como un recuerdo, sino como una conducta no consciente, repetitiva y sobre todo, que clausura infinidad de posibilidades de las personas y comunidades, al instalarlas en una suerte de senda de dolor.
Como primera posibilidad, hablamos de la vivencia de situaciones traumáticas es decir, experimentadas como muy dolorosas. Carsten las llama momentos críticos (Carsten 2007, p. 7) o Das citando a Furet llama lo que Ortega tradujo como acontecimiento (Das 2008, p. 28) nombres que refieren al carácter violento e inesperado con que estos momentos son experimentados. Se trata de situaciones que exceden hasta las propias tramas interpretativas anteriores a ella (AAVV 2014, p. 57) lo que impide incluirlas en un relato. En otras palabras, se trata de situaciones tan terriblemente dolorosas e inesperadas que resulta imposible darles algún sentido en la trama histórica identitaria de la que hablaba en el primer apartado.
Obviamente, la metáfora memoria se reconfigura aquí porque aparece como un pacto no del todo consciente en el que la elaboración de un relato de la propia experiencia sufrida, hay una negociación que arbitra entre el recuerdo y el olvido –entre lo que se narra y lo que no- que funciona como una solución que esconde el dolor, evita la narración de eventos que resultarán insoportables para la propia persona narradora o para su interlocución social (Das 2008, 223 y ss.); la memoria se vuelve venenosa, porque con cada recuerdo de esa situación traumática, en realidad se la revive, se la vuelve a experimentar, inoculando su toxicidad una vez tras otra sobre la experiencia de la subjetividad.
Así surgen pautas compartidas en las que la memoria se urde con el olvido o el silencio en la reconfiguración de un relato que permite lidiar con las heridas del trauma. Heridas que por ese mismo relato que oculta, justamente se perpetúan como heridas sin cicatrizar, vaya la manida metáfora. Carsten se refiere a situaciones de cierta cotidianeidad como la prostitución o la violencia hacia la infancia. Ortega o Veena Das aluden a situaciones de la más terrible ruptura de una normalidad: la guerra o la lucha entre hombres con el cuerpo de la mujer como territorio de combate. Luc Capdevilla (Capdevilla; 2010) habla de excombatientes que son narrados como héroes, pero en la guerra han cometido las más terribles atrocidades con su propia población, recuerdos que obviamente no pueden narrar públicamente, ni siquiera como esfuerzo expiatorio. También esa imposibilidad de articular un relato sobre el evento doloroso sucede muy a menudo a la mujer que fue víctima de violencia sexual, ya que el relato que ella pudiera articular de esa situación la expone a una reedición de ese sufrimiento o una revictimización, ya que se expone a una terrible mirada: la culpa fue tuya, algo habrás hecho para poner así a un hombre (Carbajal 2014).
En todos estos casos hablamos del basto problema que supone para esas víctimas el hecho de articular un relato de esa situación que funcione como un recuerdo, bien porque no tienen la posibilidad de articular ese evento dentro de una trama que permita explicarlo, bien porque narrarlo reedita el dolor. No es posible hacer memoria en este caso. O mejor dicho, dado que el olvido total no existe, el recuerdo no se hace relato, sino dolor o conducta repetitiva compulsiva, melancolía o como fuerza autodestructiva (Schvartzman, 1989). El dolor queda encerrado en los laberintos de la subjetividad individual, imposibilitado de volverse narración, relato público, es decir, recuerdo. La memoria disocia a la subjetividad de sus propias experiencias, y “se hace así veneno” (Das 2008, p. 39).
El lento proceso que por el motivo que fuera emprenden las subjetividades, individual, pero por lo general colectivamente, que les permite desobturar recuerdos y transformarlos en rememoraciones, aparece de por sí, como un tránsito emancipatorio para ellas. Por supuesto, no nos ocuparemos aquí de las formas con las que esas personas emprenden ese tránsito. En este caso, hacer memoria supone la lenta elaboración de una trama narrativa que de una u otra manera, permita incluir en ella semejantes experiencias. Es desarrollar la capacidad de narrar la propia historia, incluyendo esos aspectos traumáticos, sin que el dolor se reviva con la narración, es decir, lograr que la memoria deje de ser veneno o repetición compulsiva.
Pero esto que pudiera parecer un proceso terapéutico o de cura –que por supuesto, no es poca cosa- también tiene grandes implicancias sociales y políticas. Una persona que narra una situación en la que fue víctima, plantea implícitamente una exigencia de reconocimiento a sus interlocutoras e interlocutores, porque su relato implica un posicionamiento a quien lo oye. Se trata no sólo de la narración de una experiencia, sino también el planteo de un imperativo: esto no puede suceder más. Es decir, cuando la situación dolorosa se transforma en rememoración, se le pone nombre a quienes participan en esa trama, y se los señala como víctimas o victimarios. Ese relato aparece como testimonio, pero fundamentalmente como una demanda.
Consideración final
He propuesto, teniendo en cuenta nuestra historia reivindicativa reciente, que existen cuatro formas en las que la expresión memoria, y todas las que están en sus inmediaciones –olvido, rememoración, recuerdo, etc.- está vinculada a tipos de búsquedas de saberes y de prácticas, o si se quiere, de una tecnología que aparece como respuesta emancipatoria a la lógica hegemónica de nuestras organizaciones sociales, que normaliza la violencia pasada, ficciona tradiciones impidiendo a las personas narrar su pasado, o que esconde la violencia impidiendo a sus víctimas narrar su situación, so pena de estigmatización.
Tengo los motivos que he presentado para presumir que cuando consideramos políticamente necesario preguntarnos ¿de qué hay memoria? o ¿quién recuerda?, las respuestas parecen de momento remitirnos a estas cuatro posibilidades, que son los cuatro grandes ámbitos de significación militante contemporáneos de la expresión memoria. Ello no obsta a dos cuestiones. En primer lugar, queda claro que estas cuatro posibilidades fueron presentadas como una suerte de clasificación, con todas las inclemencias conceptuales que supone semejante operación: como advertiría Nietzsche, estos ejercicios siempre amenazan con forzar a la realidad a introducirse en canastos clasificatorios que le son extraños. Un riesgo previsto al usar con cuidado la expresión emancipación, pero no conjurado del todo por ello. Si este riesgo quedara alejado, o al menos, retenido temporalmente, en segundo lugar, estas cuatro posibilidades se proponen como un número al menos provisional, la lista podría ser más extensa. O menos. Está claro que si es verdad que cuando se memoriza, el presente es anterior al pasado, son posibles nuevos intereses de rastreo de nuestra historia. Lejos de pretensiones edificantes, se plantean estas dos cuestiones como una invitación.
También queda claro que en tanto esfuerzos, estas cuatro posibilidades no se excluyen mutuamente. Las preguntas de la fenomenología de la memoria se imbrican, sobre todo cuando ello es una acción política, y por lo tanto se responden de manera simultánea. Pero cada una necesita una respuesta específica, y esto no es una metáfora. Pero sí, hacer memoria, como metáfora supone posiblemente hacer más de una cosa a la vez: quien rememore un pasado impedido, también desenmascara olvidos, o también reinterpreta públicamente el pasado. Las comunidades que son capaces de narrarse más allá de una historia oficial, abren la puerta a nuevas reinterpretaciones públicas del pasado, cuando consiguen narrarse en presencia de otros grupos que las oyen, les guste o no lo que digan. La metáfora memoria abre un universo de posibilidades que tal vez aún nos esperen, escondidas detrás de los relatos que tenemos de nuestro pasado.
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Sobre el autor: Darío Sarah: filosofo e investigador en humanidades y ciencias sociales. En proceso de elaboración de tesis doctoral, Doctorado en Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Misiones, Argentina. Exdirector de Carrera de Filosofía, Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción. |