DOI: https://doi.org/10.47133/respy43-25-1-1a-06     
BIBLID: 0251-2483 (2025-1), 143-172

Fiestas patronales en las reducciones jesuíticas del Paraguay. Entre la solemnidad, el convite y los juegos

Patron saint festivities in the Jesuit reductions of Paraguay. Between the solemnity, the feast and the games


Carlos A. Page1

1Universidad Nacional de Córdoba, Centro de Investigaciones y Estudios
sobre Cultura y Sociedad / Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas,
Cordoba, Argentina.

 

Correspondencia: capage1@hotmail.com       

Articulo enviado: 20/12/2024

Articulo aceptado: 14/5/2025

Conflictos de Interés: ninguno que declarar.

Fuente de financiamiento: sin fuente de financiamiento.

·        Editor responsable: Carlos Anibal Peris. Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción, Asunción, Paraguay.

·        Revisor 1:  José Samudio . Academia Paraguaya de la Historia. Asunción, Paraguay.

·        Revisor 2:  Virgilio A. Silvero . Universidad Nacional de Asunción, Facultad de Ciencias Sociales. San Lorenzo, Paraguay.

 Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una Licencia Creative Commons - Atribución 4.0 Internacional (CC BY 4.0).

Citación Recomendada:
Page, C.A. (2025). Fiestas patronales en las reducciones jesuíticas del Paraguay. Entre la solemnidad, el convite y los juegos. Estudios paraguayos, Vol.43(1), pp.143-172. https://doi.org/10.47133/respy43-25-1-1a-06     

 


 

Resumen: Las fiestas en las reducciones jesuíticas del Paraguay estaban íntimamente ligadas a las celebraciones religiosas y constituían momentos clave para exteriorizar los valores culturales que sostenían la vida comunitaria. En este estudio nos centramos especialmente en las ceremonias de la fiesta patronal y en la vinculación de sus protagonistas dentro de una sociedad cuya cotidianidad estaba impregnada de religiosidad, donde la festividad irrumpe como reafirmación de identidad colectiva. A través del análisis de registros descriptivos, exploramos los contenidos simbólicos y la importancia alegórica de estas prácticas. Las fiestas se manifiestan como expresiones culturales efímeras, enmarcadas en arcos, altares, pinturas corporales, danzas, música y juegos, con una notable especificidad: la figura protectora del pueblo emerge como símbolo dominante de cohesión y pertenencia.

Palabras clave: fiesta patronal; misiones jesuíticas; siglos XVII-XVIII; Paraguay; Compañía de Jesús.

Abstract: The festivals in the Jesuit reductions of Paraguay were closely linked to religious celebrations and served as key moments to express the cultural values sustaining communal life. This study focuses primarily on the ceremonies of the patronal feast and the involvement of its participants within a society deeply rooted in religious practice, where the festivity emerges as a reaffirmation of collective identity. Through the analysis of descriptive records, we examine the symbolic contents and allegorical significance of these practices. The festivities materialized as ephemeral cultural elements—framed in arches, altars, body painting, as well as dances, music, and games—marked by distinctive features, where the town’s patron figure becomes a dominant symbol of cohesion and shared identity.

Keywords: patronal feast; Jesuit missions; XVII–XVIII centuries; Paraguay; Society of Jesus.


 

Introducción

La fiesta del titular en los pueblos guaraníes tutelados por jesuitas —también conocida como fiesta patronal o fiesta mayor— constituía un complejo ceremonial anual centrado en la veneración del santo o advocación protectora de la comunidad. En tanto figura mediadora ante Dios, el sanctus patronus no solo personificaba la protección divina, sino que articulaba la dimensión religiosa, social y política de las reducciones. Esta práctica, heredera de la tradición católica europea de origen medieval, fue trasladada al mundo colonial como un elemento fundamental del proceso de evangelización, adaptación y organización social, siendo apropiada por los pueblos originarios dentro de sus propios marcos simbólicos.

Desde sus raíces en la religiosidad hispana, la fiesta patronal respondía al deseo de actualización del mensaje cristiano y a la necesidad de apaciguar calamidades como plagas, sequías y enfermedades, interpretadas como castigos divinos o manifestaciones del mal. Catástrofes que eran consideradas de índole religioso enviadas por el Maligno que busca el mal, o por obra de Dios que castiga ante el desvío del camino divino, o de los santos también por castigo (Dabbagh Rollan, 2013, pp. 38-53). Los santos patronos, ya fueran representaciones de Cristo, advocaciones marianas o figuras canonizadas, asumían un rol tutelar extendido a comunidades, ciudades, regiones e incluso grupos étnicos como el guaraní[1]. La construcción de estos cultos en América fue clave en la política misional de la Compañía de Jesús, que supo emplear los dispositivos festivos como mecanismos de cohesión, instrucción, fidelización y control social.

En este contexto, el presente artículo tiene como objetivo central analizar el sentido, la estructura y las funciones sociales, religiosas y simbólicas de las fiestas patronales en las reducciones jesuíticas del Paraguay entre los siglos XVII y XVIII. A partir de un enfoque interdisciplinario que articula la historia cultural, la antropología histórica y la semiótica ritual, se indaga en los registros de los propios misioneros jesuitas —principalmente cartas anuas, relaciones y crónicas— así como en fuentes secundarias relevantes de la historiografía contemporánea.

La metodología adoptada es cualitativa y se basa en el análisis crítico y contextual de fuentes primarias producidas por actores jesuitas como José Cardiel, Roque González, Jaime Oliver y Pedro Romero, entre otros, además del recurso a materiales visuales (planos, grabados y descripciones iconográficas) y documentos coloniales. Asimismo, se recupera el aporte de estudios historiográficos y antropológicos que han examinado la fiesta en las reducciones desde diversas perspectivas, permitiendo una interpretación más compleja de los procesos de apropiación cultural y resignificación simbólica.

Se parte del supuesto de que la fiesta patronal funcionaba como una forma privilegiada de dramatización del orden social, mediante la cual se expresaban jerarquías, afectos, resistencias y negociaciones identitarias. La festividad, en su carácter efímero pero reiterado, constituía un dispositivo de integración comunitaria, de transmisión de valores cristianos y, al mismo tiempo, de continuidad de ciertos elementos de la cosmovisión guaraní, como el Areteguaçu, reconfigurado en clave cristiana.

Numerosos documentos hacen referencia a esta festividad, aunque paradójicamente los historiadores jesuitas contemporáneos de la región como Del Techo (1673) no se refiere específicamente a estas fiestas en particular, no obstante, se explaya largamente en la fiesta de canonización de los santos Ignacio y Francisco Javier en la provincia, o la conmemoración del primer centenario de la Compañía de Jesús en las reducciones. Lozano (1754-1755) tampoco hace referencia a este tipo de fiestas, ambos más preocupados por la historia institucional. Entre ellos aparece la figura de Jarque (1687), ya desprendido del hábito jesuítico y desde una perspectiva distante, hace mención en su libro a las fiestas. Esta tendencia historiográfica se revierte con los expulsos como Cardiel, que trata sobre la casi totalidad de las fiestas con considerable detalle. Lo hace en varios de sus escritos, desde la primera relación que envió al P. Calatayud en 1747 publicada por Furlong (1953), al mismo remitente, pero en el exilio y que publica Hernández (1913, pp. 573-577) quien además de otros textos de su autoría toma la República de Platón de Peramás[2].

Aproximadamente un siglo después de la expulsión, al escribir una introducción al libro de los inventarios de la expulsión, el laico Francisco Javier Brabo advertido de los bienes que se enumeran, como vestimentas o elementos procesionales, deduce objetivamente las solemnidades festivas de los poblados y se detiene en la fiesta del santo patrono, aportando como ejemplo el pueblo de Apóstoles (Brabo, 1872, pp. XXIX-XXXV).

Todo este análisis se inscribe en una línea de investigaciones que han explorado las prácticas festivas en contextos misionales, como las de Guillermo Wilde (2009), que destaca el papel del ritual en la construcción del poder indígena cristianizado; Bartomeu Melià (1986; 1991), quien profundiza en la semántica guaraní del don y el convite; y Natalia Aguerre (2018), que examina la lógica escenográfica de las celebraciones reduccionales. También se dialoga con los trabajos de Lúcia Bastos Pereira das Neves (2003), Cristina Bohn Martins (1999; 2006), entre otros, cuyas investigaciones permiten comprender las fiestas como fenómenos totalizantes, donde lo sagrado y lo profano coexisten y se tensionan en un marco barroco-colonial.

Las festividades, desarrolladas en plazas y templos, combinaban oficios religiosos, procesiones, dramatizaciones, banquetes, danzas, música, juegos ecuestres y rituales simbólicos complejos. La centralidad de la imagen tutelar, la participación jerárquica de los caciques, la circulación de objetos, la arquitectura efímera y la música guaraní, componían un entramado de significaciones que trascendía la simple devoción litúrgica, articulando prácticas de memoria, pertenencia y poder.

La imagen titular se ubicaba en el altar mayor o en la plaza, como el poblado de Candelaria, señalado por Hernández (1913, p. 106), informándose seguramente del plano que publica Peramás (Fig. 1), y agregando que incluso cree que en los otros poblados también se colocaban efigies en el gran espacio público.

Figura 1. Representación del poblado de la Candelaria con la estatua de la Virgen en la plaza publicado por el P. Peramás (1793, pp. XVI-XVII)

 


 

De esta manera, el trabajo busca contribuir a una mejor comprensión de las fiestas patronales como expresión de una identidad guaraní-cristiana, modelada en el marco de una colonización espiritual profundamente impregnada por los lenguajes del barroco, pero también resemantizada por las lógicas comunitarias propias del universo simbólico indígena.

Las fiestas entre los guaraníes

Para los guaraníes, la fiesta era una expresión esencial de la vida colectiva: representaba el sacramento del amor mutuo, la reciprocidad y la armonía comunitaria. El concepto de la tierra-sin-mal (Yvy Rãmbe en guaraní) es tierra nueva, tierra de fiesta, espacio de reciprocidad y de amor mutuo que produce personas perfectas que no sabrían morir (Melià, 2002, pp. 99-103). Su cosmovisión, profundamente religiosa y simbólica, concebía el mundo como un espacio habitado por seres superiores —Ñande Ru, “Nuestro Padre”, y Ñande Sy, “Nuestra Madre”— creadores de la humanidad y fundadores de la primera familia sagrada con sus leyendas rituales y atributos divinos (Chamorro, 2004, p. 137). En esta visión, la fiesta no era un mero entretenimiento, sino un acto de comunión con lo sagrado, con implicancias existenciales, sociales y cósmicas.

Tanto Roque González como Alonso de Barzana subrayan el fervor religioso guaraní y su inclinación hacia rituales festivos. Barzana, en su testimonio de 1594, relata que los guaraníes: “Bailes tienen tantos y tan porfiados, fundados en su religión que algunos mueren en ellos” porque danzaban durante días sin parar (Furlong, 1968, p. 93). Incluso hasta la extenuación, en prácticas rituales ligadas a sus creencias ancestrales. Estas danzas no sólo eran celebraciones, sino también formas de resistencia cultural frente a la imposición colonial, mediante las cuales los indígenas reafirmaban su identidad y su vínculo con lo trascendente.

En este contexto destaca el Areteguaçu, la gran fiesta de la cosecha del maíz, de carácter prehispánico e intergrupal, que reunía a diferentes comunidades vecinas en un sentimiento de cohesión regional. Esta festividad se desarrollaba durante varios días, e integraba danzas, música, banquetes, representaciones y ofrendas. Su continuidad, incluso hasta el presente —aunque ahora asociada al carnaval— da cuenta de su profunda inscripción en la memoria cultural guaraní.

La representación visual que ofrece el grabado de De Bry, basado en la crónica de Ulrico Schmidl, ilustra la dimensión sensorial y simbólica de estas fiestas como una representación libre donde aparece en primer plano un hombre y una mujer ubicados delante de un asentamiento donde se ofrece un banquete a los europeos. La escena incluye baile, instrumentos musicales como cuernos y trompetas, tocados de plumas, cestas de frutas y gestos de hospitalidad (Fig. 2)Si bien se trata de una interpretación europea, revela aspectos relevantes de la teatralidad ritual guaraní.

Figura 2. Grabado de De Bry de los que llama Scherves (xarayes o jarayes, entre otras denominaciones), un grupo étnico del sureste de Brasil que habitaba zonas fronterizas con Paraguay y Bolivia, a lo largo del río Paraguay. (Sch­midl, 1599, p. 24)

En el extenso prólogo de Blas Garay en la edición de la obra de Del Techo de 1897, se señalan unos memoriales sobre el “arete”, definiendo el arete miní y el arete guazú. Para el primero trae el memorial del P. Baeza de 1682 que establecía la no obligatoriedad de trabajar en esa festividad o descanso (Del Techo, 1897, p. LXIX) y que repitió el provincial Luis de la Roca en 1724 (Del Techo, 1897, p. LXX). Desde una perspectiva antropológica, autores como Chamorro (2004, p. 296) interpreta estas prácticas como actualizaciones del tiempo mítico: el arete era entendido como “tiempo-espacio verdadero”, semejante al sábado bíblico, donde se celebraba la palabra mutua y la comunión colectiva.

El jesuita Antonio Ruiz de Montoya tradujo areté como “día verdadero”, destacando su polisemia: “chearete” (mi fiesta), “areté guaçú” (Pascua), entre otras variantes. Esta riqueza semántica denota cómo el término abarcaba dimensiones religiosas, afectivas y sociales (Ruiz de Montoya, 1876 [1639]), p. 67). En el corazón de estas celebraciones se encontraba el pepy, el convite ritual, expresión del principio de reciprocidad (jopói) que estructuraba la economía simbólica guaraní. Según Bartomeu Melià, el trabajo cooperativo (potyró) y el convite festivo se integraban dentro de una lógica de redistribución que sostenía el equilibrio social: “El trabajo es una forma de reproducir el don, y el don es historia social, memoria y futuro. Es el tema de la fiesta” (Melià y Temple, 2004, pp. 48-49).

Esta visión se alinea con las teorías de Marcel Mauss sobre el don como hecho social total, retomadas por autores como el sociólogo Pierre Bourdieu y el antropólogo Maurice Godelier, quienes destacan que el acto de dar, recibir y devolver implica relaciones de poder, prestigio y cohesión. En las reducciones, los jesuitas se apropiaron parcialmente de estas prácticas para resignificarlas en clave cristiana, integrándolas a las celebraciones litúrgicas.

Así, puede afirmarse que la fiesta cristiana se constituyó como una instancia de “continuidad transformada”: una reconfiguración simbólica que permitió la conservación de estructuras tradicionales mediante un proceso de desplazamiento semántico. Melià advierte que palabras como pepy o jopói no desaparecieron, sino que fueron resignificadas en contextos cristianos, conservando su núcleo cultural y su valor social.

Por tanto, el encuentro entre las formas rituales guaraníes y la liturgia católica no fue un proceso unidireccional de imposición, sino una negociación compleja en la que se integraron elementos de ambas tradiciones. El resultado fue una ritualidad barroco-indígena donde la fiesta operó como vehículo de evangelización, pero también como espacio de afirmación identitaria.

La solemnidad de la o el titular del pueblo

En el calendario litúrgico de las reducciones jesuíticas, tres eran las celebraciones de mayor importancia: la Semana Santa, el Corpus Christi y la fiesta del titular del pueblo. Esta última, denominada fiesta patronal, expresaba con particular elocuencia la centralidad del culto al santo o santa protector(a), cuya figura operaba como símbolo de cohesión comunitaria y de legitimación del orden social y religioso.

La fiesta del titular no solo reforzaba la devoción individual y colectiva, sino que constituía un ritual cívico-religioso cargado de performatividad, en el que se ponía en escena un modelo ideal de sociedad cristiana. Las procesiones, los músicos instruidos, las danzas, las representaciones —incluso en forma de autos sacramentales o entremeses— y la participación de autoridades locales, conformaban una coreografía barroca que dramatizaba el vínculo entre la comunidad y su patrono o patrona. Esta teatralización pública del orden era también una forma de catequesis activa, destinada tanto a evangelizar como a consolidar jerarquías locales y fomentar la lealtad al sistema reduccional.

En la tradición hispano-católica, las ciudades y pueblos solían competir por la posesión de reliquias de sus patronos, a quienes rendían homenaje anual con procesiones solemnes y rituales públicos. En las reducciones, esta lógica fue adaptada al contexto guaraní, otorgando especial protagonismo a las autoridades indígenas. En los poblados guaraní la participación no era simbólica ni marginal, sino parte de un proceso de “apropiación total de las fórmulas y ritos litúrgicos para santificar el régimen gobernante” (Muir, 2001, p. 296) y que permitía a los caciques reafirmar su liderazgo dentro del nuevo orden cristiano.

La importancia de estas celebraciones quedó institucionalizada con la creación de la Congregación de Ritos en 1588 por Sixto V, órgano encargado de regular el culto y los procesos de canonización. A ello se suma el decreto de Carlos IV en 1789, que estableció las fiestas obligatorias religiosas y cívicas. Estos dispositivos normativos reflejan el alto grado de importancia que adquirieron las fiestas patronales tanto en Europa como en los territorios coloniales.

Desde el inicio de la experiencia misionera, la elección del patronazgo en las reducciones no fue azarosa. Las primeras fundaciones en el Guairá (San Ignacio y Loreto) y el Paraná (San Ignacio) fueron consagradas al fundador de la Compañía en tiempos de su beatificación y a la Virgen de Loreto. Esta última advocación respondía a la política simbólica de la Compañía de Jesús, que desde 1544 custodiaba la Santa Casa de Loreto por concesión del papa Julio III, siendo desde entonces los principales difusores del culto lauretano. El P. Diego de Torres, procurador del Perú, ordenó replicar esa devoción en las misiones del Paraguay, promoviendo incluso la construcción de réplicas arquitectónicas de la Santa Casa en cada pueblo (Page, 2021, pp. 93-132).

El primer registro documental sobre una fiesta patronal en las reducciones data de 1612, en San Ignacio del Paraná, bajo la gestión de los padres Roque González y Pedro Romero, quienes sucedieron al P. Lorenzana. En su informe a Roma, el P. Torres señala con entusiasmo que la comunidad celebró la festividad del Corpus Christi y, por primera vez, la del patrón San Ignacio, señalando que fue “la primera q zelebrarõ, a su s° Patron Ygnacio”, agregando:

“nolas dierõ menores depiedad, añadiendo aloq hizierõ en la fiestapasada, Vn entre mes, y danza de los Niños Paranaes, delaReducion, acudiendo aReuerenciar lahimagê de Nrõ S Padre que Sacarõ enprosesion con tanta deuocion, y afectoq apiñados todos no auia quien les pudiesse apartar del Sancto, aquienpienso Sin duda le fue tã accepto estepequeño seruicio de estos Nueuos Christianos, y Chathecumenos por elgrãdeamor (cõ) que le ofrecieron, como los grãdes que en estamateria se le han hecho en europa y enelResto de la Christiandad”. (Leonhardt, 1929, p. 165[3])

Esta descripción anticipa una constante que se repetirá en múltiples reducciones: la participación activa y simbólicamente potente de los niños como portadores de obsequios, danzantes y mensajeros de los caciques.

En otra carta dirigida al P. Torres, el propio P. Roque González se refiere a la festividad como la más esperada y gozosa del año. El sacerdote llegó al pueblo de San Ignacio y le escribió al provincial señalando que la fiesta mas importante era la la “de Nuestro Santo Padre y Patrón San Ignacio, cuya advocación tiene esta iglesia y bajo cuyo patrocinio está este pueblo”. Los pobladores se preparaban para la fiesta con entusiasmo varios días antes: “cercando la plaza de arcos por donde había de pasar la procesión”. La noche de la víspera destacaban las luminarias y el ruido de flautas, campanas, tambores y trompetas, hasta incluso volaron cohetes que, en definitiva: “toda aquella noche pasaron sin dormir aparejando sus danzas y entremeses”.

Llegado el día fueron todos a la iglesia donde se cantó la misa y al finalizar entraron los danzantes y niños a dar gracias: “bien aderezados de pinturas, que venían en nombre de los caciques principales del pueblo con sus presentes de guacamayos y papagayos, patos, perdices, tatúes, puercos, etc. para presentar al Santo”. Es importante la participación de los niños como miembros activos de la comunidad que resignifican el bagaje cultural y contribuyen al sentido de pertenencia al grupo.

Posteriormente salió la procesión pasando por debajo de los arcos donde cuatro caciques con camisas largas de fiesta llevaban en andas: “la preciosa reliquia que V. R. hizo caridad a esta Reducción, de la firma de N. S. Padre[4] muy bien aderezada, y por pie del relicario, un retablito que tenía esta reducción, de N. S. Padre, muy bueno”. Los arcos se encontraban: “muy bien aderezados y vistosos por la variedad de frutas, y de animalejos de caza, que estaban por ellos”. Concluida la procesión quedaron por una semana las andas con la reliquia y el retablo que eran visitadas regularmente.[5]

Estos detalles muestran no solo la riqueza escénica del evento, sino la compleja articulación de lo sagrado y lo político, donde los caciques oficiaban como mediadores entre la comunidad indígena y la jerarquía cristiana para colaborar con la conversión. La asignación de roles, no solo en un Cabildo, sino en este tipo de festividad afianzaba su autoridad que era aprovechada por los jesuitas que les ofrecían reconocimiento, reputación y liderazgo. Y no solo en un desfile procesional sino en la organización de estos eventos que elevaban el compromiso de todos los habitantes. En las primeras instrucciones del mismo provincial P. Diego de Torres a los misioneros dejó claro que: “á los caciques y fiscales, á los cuales señalarán alguacilejos, que les ayuden á juntar la gente á la Doctrina” (Hernández, 1913, p. 583). 

La arquitectura efímera de los arcos, decorados con frutas, animales de caza y otros elementos, se inscribía dentro de la estética barroca que privilegiaba la teatralidad, la magnificencia sensorial y la puesta en escena del poder. Como se ha señalado varias veces, las fiestas barrocas no eran meras expresiones devocionales, sino dispositivos comunicativos destinados a reforzar órdenes sociales a través del espectáculo.

En el poblado de San Ignacio del Guairá, el navarro Martín de Urtasun relata también en 1612 una fastuosa celebración patronal con música, elecciones de autoridades indígenas (alcaldes, regidores, procuradores) y bautismos colectivos. Escribe que: “lafiesta de nrõ S. P.Ygnacio la qual Celebramos Con muchasolemnidad y Vborenouaciõ deVotos dedicando estePueblo anrõ gloriossoPatriarcha, con muchas fiestas y Regocijos, eligierõ los yndios su Alcalde, quatroRegidores, y procurador con mucho aplauso, y Concurso de otras partes” (Leonhardt, 1929, p. 178[6]). Estas actividades complementarias —rituales, civiles y religiosas— se integraban en una lógica de visibilización y legitimación del nuevo orden político y espiritual.

Esto que acabamos de mencionar fue en el principio de la evangelización, en tanto que, para el tiempo de la expulsión, el P. José Cardiel se explaya extensamente sobre el tema festivo.  En la relación de 1747, enfatiza que la fiesta patronal la “celebran con toda la pompa posible” (Furlong, 1953, p. 169). Comienza con la víspera cuando el Alférez Real, protagonista central de toda la celebración, con los cabildantes y militares bien engalanados se colocan en la puerta de la iglesia y al llegar el mediodía repican las campanas. Es cuando salen los sacerdotes y los bendice acompañándolos al templo “al cántico Magnificat que cantan los músicos con toda solemnidad”. Al terminar salen los cabildantes que se sientan en el pórtico de la iglesia y en la plaza se ubica toda la soldadesca. A la tarde: “está en la plaza prevenido un castillo, en cuya cumbre tiene el Estandarte Real. Hacen muchas escaramuzas, conduciendo a la iglesia al Alférez Real”. Es curiosa la mención de la incorporación del estandarte real bajo dosel, pero era la presencia de un recordatorio “a toda la población de la existencia de un ser superior a todos, el monarca, que vivía a una distancia casi infinita pero que había que tener presente y evocar” (López Cantos, 1992, p. 24), aunque esta exaltación a la monarquía parece relativa en las primeras décadas y hasta se llegó a prohibir como veremos adelante. 

Esta fogosidad de la monarquía a través de símbolos visuales y gestuales, aunque celebrada en ciertos momentos, fue objeto de tensiones: en las primeras décadas de actividad misional algunos provinciales llegaron a prohibir la ostentación excesiva, por considerar que distraía del objetivo espiritual principal. El simbolismo del estandarte real —representación del monarca ausente pero presente en el imaginario— ilustra el modo en que las fiestas se constituían en espacios de teatralización del poder, tanto divino como terrenal. Es decir, el poder se exhibe a través del ritual, y en este caso, se refuerza la idea de un orden político-religioso indisoluble, aunque también sujeto a negociaciones internas.

La asignación de roles festivos a los caciques, su participación activa en la organización de los eventos y su visibilidad en la procesión no eran solo gestos litúrgicos. Eran también expresiones de autoridad política simbólicamente reconfigurada. Diego de Torres, en sus instrucciones a los misioneros, enfatizaba la necesidad de involucrar a caciques y fiscales en tareas como convocar a la Doctrina, evidenciando que el éxito de la evangelización pasaba por incorporar las estructuras indígenas a los nuevos marcos institucionales y rituales.

La fiesta pagana: el convite y los juegos

Más allá del marco litúrgico estricto, la fiesta patronal en las reducciones jesuíticas del Paraguay incluía una dimensión expansiva y comunitaria que articulaba elementos religiosos y profanos. Esta parte profana no debía entenderse como simple entretenimiento, sino como una prolongación simbólica del ritual, donde se activaban prácticas sociales esenciales como la hospitalidad, la reciprocidad y la solidaridad intercomunitaria.

El convite, conocido también como pepy en guaraní, era una institución cultural de gran peso que, como ya ha sido señalado por Bartomeu Melià (1991), funcionaba dentro de una economía simbólica basada en el jopói —el intercambio de dones—. Este sistema de reciprocidad estructuraba la sociabilidad guaraní, y su incorporación a la lógica cristiana no fue una eliminación, sino una resignificación. El convite festivo se transformó así en un gesto de generosidad colectivo, en el cual los recursos eran redistribuidos como signo de abundancia y comunión.

Las fiestas patronales no solo convocaban a los habitantes del pueblo, sino también a vecinos de reducciones cercanas, extendiendo el marco festivo a una red intermisional que favorecía los lazos entre comunidades. El provincial Nicolás Mastrilli Durán se refería a esta práctica destacando la hermandad entre pueblos que “comvidan la musica y principales de una reduçion a otra que acuden con mucha hermandad y los Pes. con ellos, que visitandose con ternisimo afeto tienen un dia de singular consuelo” (Leonhardt, 1929, p. 266[7]). Esta red afectiva-festiva generaba un sentido de pertenencia supracomunitario, unificando simbólicamente a las reducciones bajo un mismo horizonte espiritual y político.

Pedro Romero, en 1634, relata cómo los pueblos guaraníes invitaban a otros a sus festividades, llevando consigo músicos y danzantes, en una suerte de peregrinación ritual.

“se combidan los nuestros unos a otros de los pueblos y reduciones mas vecinas llebando consigo sus musicas y danzas y otro mucho pueblo ensenandoles con esto el culto y reverencia que an de dar a los Stos Patrones de sus pueblos” (Cortesão, 1969, p. 35[8]).

Estas visitas no solo reforzaban la devoción, sino que funcionaban como formas de educación religiosa, al enseñar —mediante el espectáculo— el culto adecuado al santo patrono. En contextos especiales, como la consagración de una iglesia o la entronización del Santísimo Sacramento, la invitación se ampliaba aún más, como en el caso de San Carlos, donde se convocaron curas y feligreses de diecisiete reducciones.

“Penetrados de esta fe viva pidieron el favor y lo consiguieron, de tener en su iglesia a Cristo sacramentado, y celebraron mucho su colocación en el tabernáculo, con los preparativos a su usanza, e invitación de las reducciones vecinas con sus Curas Párrocos, en número de 17” (Maeder, 1984, p. 103[9]).

Estas prácticas fueron objeto de regulación a partir de la segunda mitad del siglo XVII por parte del visitador Andrés de Rada, quien estableció criterios sobre qué pueblos debían corresponderse entre sí. La medida buscaba evitar excesos y garantizar una organización eficaz del culto. Así por ejemplo en las doctrinas del Paraná se corresponderán entre sí y no otras la de Loreto con la de San Ignacio del Yabebirí y Corpus. La de Candelaria con San Cosme y Santa Ana. La de Itapúa con la de Candelaria. En las del Uruguay se corresponderán la de San Javier con Santa María y Mártires. Por otra parte, las de San Miguel y Concepción y finalmente la de Santo Tomé con San Nicolás[10].  No obstante, la fuerza de la costumbre prevaleció, como señala Jarque, quien describe estas visitas como generalizadas y esperadas, en las que apenas quedaba persona sin acudir al convite: “Al Santo Patron, y fiesta titular del Pueblo, crece el consuelo: porque se combida à dos, ò tres reducciones de las mas próximas; las quales apenas queda persona, que no acuda al cõbite” (Jarque, 1687, p. 352). Pero también Jarque se explaya ampliamente en la descripción de la fiesta mencionando cómo los de la otra reducción llegan al pueblo con sus mejores galas y son recibidos con el repique de campanas más el sonar de chirimías, clarines y hasta una salva de mosquetes en medio del tremolar del estandarte real. Luego de una serie de actividades donde las autoridades en “la casa del Alferez, en la qual, y en la del Corregidor, y Alcalde, se hospedan los principales huéspedes, y al resto de los combidados, los acomodan los otros vezinos, segun sus posibilidades”. La fiesta sigue a la noche con: “luminarias y fuegos, se permite algunos juegos à su vsança” (Jarque, 1687, p. 353).

La llegada de los invitados era todo un acontecimiento: eran recibidos con repique de campanas, música de chirimías y clarines, salvas de mosquetes y el ondear del estandarte real. Alojados en las casas de los principales vecinos, eran agasajados con comidas, regalos y entretenimientos. Este despliegue no solo expresaba hospitalidad, sino también prestigio y jerarquía, en una lógica próxima a lo que Marcel Mauss (1925) denominó potlatch, es decir, un sistema ritualizado de intercambio donde dar implicaba también exhibir poder y generar deuda simbólica (Mauss, [1925] 2009).

El mencionado P. Cardiel en ambos textos dedica como vimos varios párrafos a la fiesta del patrón, incluyendo un tema fundamental como era el “convite”, es decir los invitados de otros poblados a compartir la celebración. Al respecto señala en 1771:

“Convídanse Padres de otros pueblos para el sermón, y los tres de la Misa, y algunos otros. Los indios tienen preparados muchos caballos de los más gordos, llenos de cintas, cascabeles y plumajes de varios colores. Están alerta para cuando vienen los convidados. El Cura y su Compañero los salen á recibir á caballo á cierta distancia del pueblo: y con ellos aquella turba de caballería galana, con sus ginetes de gala; y si esto no se les permitiera, sería el mayor sentimiento para ellos. Entran los huéspedes en el pueblo: y se apean en la puerta de la iglesia, con mucho estrépito de cajas y todo género de instrumentos: entran en ella, y con éstos todo lo principal del pueblo, y gran parte del vulgo. Hacen oración, y cantan los músicos con toda solemnidad el Te deum laadamus” (Hernández, 1913, p. 573).

De esta manera la preparación de caballos engalanados con cintas, cascabeles y plumajes, y la cabalgata ceremonial en la que los anfitriones recibían a los invitados a cierta distancia del pueblo, acompañados por una turba festiva. La entrada en la iglesia estaba marcada por la solemnidad del Te Deum cantado, y el bullicio de cajas e instrumentos musicales. La fiesta, de este modo, combinaba liturgia, teatralidad y sociabilidad.

El P. Jaime Oliver, cuya obra ha sido analizada en profundidad por Estela Auletta, detalla que la fiesta comenzaba desde la víspera con danzas públicas, distribución de obsequios —cuchillos, navajas, ropa, medallas— y representaciones escénicas, incluso óperas interpretadas por niños, que según él podrían lucirse en cualquier teatro europeo. La participación infantil, ya destacada por otros misioneros, era una forma eficaz de inculturación religiosa. Escribe:

“pr la mañana danzas publicas en la plaza pa esse dia se convidan varios sujetos de los nros pertenecientes a los Pueblos Vecinos; ytraen lo mexor de su musica pa solemnizar la fiesta y diversion de las funciones de la plaza se reparten aquel dia unas alajuelas ã las gentes como cuchillos, navajas, tigeras, medallas, unos cortes de ropa y abalorios, sarcillos, anillos, etc. para las Mugeres. Por la tarde tienen sus juegos de sortija õ cañas ã caballo sus danzas, entremeses en la plaza, y pr la noche en aquel solo dia ã vezes hezerse una opera honesta de solos muchachos, con tal primor, y destreza qe pudiera lucir en Europa”[11].    

Al otro día a la mañana comienza el repique de campanas y bullicio de instrumentos que anuncian las misas donde se destacan las muchas comuniones que se dan, como de las confesiones que se inician varios días antes por la escases de confesores, aunque en esta tarea ayudaban los curas vecinos que venías algunos días antes. Así lo refiere el P. Cardiel: “El Alferez Real, al empezar el Evangelio, arranca su espada, y la tiene fuertemente empuñada hasta acabarse, dando a entender que está dispuesto a defender el Evangelio con sus fuerzas y vida” (Furlong, 1953, p. 170). Predica un sacerdote invitado y terminada la misa cantada saliendo todos al pórtico a disfrutar de los actos militares y variadas danzas.

Cada familia principal organizaba una mesa decorada con una imagen santa y platos preparados, que eran bendecidos por el sacerdote. Este banquete, conocido como caruguazu, —como mencionó del P. Oliver— incluía carnes, pan, miel, yerba, tabaco y bebidas suaves como la chicha, en una combinación de productos locales y elementos litúrgicos. Los invitados rara vez comían en el lugar: llevaban sus porciones a casa, donde las compartían con sus familias, lo que reforzaba el carácter distributivo de la fiesta. El mismo sacerdote hace la siguiente descripción del convite:

“se reducia aqe el Pe daba pa cada mesa de las personas del Cabildo una baca gorda yuna resta de pan, un lebrillo de miel, y otro de yerba, y tabaco en mano por otro de sal, y ellos buscaba las aves de caza como patos, faisanes, loros ycaseras de gallinas. Aunqe de aves no solian gustar mucho. Al medio dia despues de la Comer los PPes traian sus mesitas, adornadas y con algún Sto en su nicho en medio de ella, se cantaba con la musica la Bendicion solemne a qe assistia el Pe y todo el Pueblo, despues cada persona de Cabildo hacia llebar ã su cassa lo qe le pertenecia y ã la puerta se componía la mesa con enramada, y pr todas las mesas se repartia la gente: alli casi nadie solia comer cosa llebaban sus porciones a sus casas, en donde ã su gusto lo despachaban”[12].

De tal manera que al mediodía comienzan los convites en las casas de los principales. Para ello los Padres le dan a cada familia una o dos vacas y estos tienen prevenidos suficientes batatas, maíz, algunas legumbres y aves caseras.

“Mientras los Padres están comiendo, trae cada principal al patio de casa una mesa bien adornada, y encima, una estatua de algún santo de su devoción (que tienen muchas de estas) y alrededor de la estatua, varios platos aderezados para que los bendiga el sacerdote; y ponen en el suelo unos muy grandes calabazos llenos de chicha o vino de maíz, para que juntamente los bendiga y alrededor de ellos varios barreñones y cestos, para que se los llenen de sal, de miel y de frutas secas como melocotones” (Furlong, 1953, p. 170).

Este vino es suave para que no se embriaguen y concluye Cardiel “Suelen juntar a veces en estas fiestas 30 y 40 mesas de otros tantos convites, que ocupan todo el patio” (Furlong, 1953, 170) agregando que luego de la bendición, los indios comienzan a tocar cajas, pífanos y clarines, mientras se llevan sus mesas a cada casa. Terminados de almorzar regresaban a la plaza para participar o presenciar juegos, en los que Cardiel se detiene detallando el de cañas —que veremos luego— donde la caballería y la infantería protagonizaban simulacros militares llenos de simbolismo y donde al finalizar los jesuitas los premian con “medallas, estampas, abalorios y ropas” (Furlong, 1953, p. 170), integrando el goce y la devoción en una misma lógica festiva.

Esta tradición del convite y el banquete se inscribe dentro de una larga historia de celebraciones festivas en el mundo colonial (López Cantos, 1992, pp. 35-36), donde el acto de comer juntos simbolizaba reconciliación, alianza y comunidad. Como observa Mary Douglas (1972), la comida es también una forma de comunicación social, y en este contexto, el banquete era una herramienta de evangelización tanto como un espacio de reafirmación cultural.

A comienzos del siglo XVII, el jesuita Cataldini ya menciona, en ocasión de la fiesta de la Natividad de la Virgen, una luego de las danzas e interpretaciones musicales, hubo: “vna esplendida comida, q sedio en nřa cassa atodos los deel Pueblo, y lo mismo sehizo enelPueblo de S. Ignacio eldia de S. Miguel por ser desu nome el Casique Principal” (Leonhardt, 1929, p. 36[13]).

En estos eventos, el pepy no desapareció, sino que fue transformado, continuando su valoración y mantenimiento, representando: “un caso típico de comportamiento tradicional valorizado” (Bohn Martins, 2006, p. 201). Melià lo define como un caso de “desplazamiento semántico”, en el que prácticas ancestrales se integran en un nuevo marco interpretativo sin perder del todo su significación original. En palabras de Ruiz de Montoya, “convite a trabajar y convite a comer” serán, dentro de las reducciones, dos expresiones de la comunidad guaraní” (Melià y Temple, 2004, pp. 213-214). Expresiones de una comunidad guaraní que subsistía en su esencia, aún bajo nuevas formas. La continuidad de una acción naturalizada era la parte esencial de la ordenación de la fiesta.

Incluso Jarque (1687, 353) describe con detalle el menú de estas festividades: pan de trigo, carnes de ternera, tocino, pescado, batatas, agua, chicha y, en ocasiones especiales, vino. La sobriedad de la bebida era deliberada, evitando cualquier exceso que pudiera empañar el sentido devocional del evento.

Siguiendo al P. Cardiel, escribe que al terminar las solemnidades salen a la plaza y comienzan largos juegos militares que culminan con hasta cuatro danzas con ocho o más danzantes. Junto al efímero castillo del estandarte real que incluso el mismo Cardiel escribe que se ponía el retrato del rey, en tanto el alférez rendía pleitesías gritando:

Toicobengatu ñande Mburu bicha guazú: toicobengatu, ñande Rey marangatu: toicobengatu ñande Rey Fernando Sesto: viva nuestro Rey Cacique grande: viva, nuestro buen Rey: viva nuestro Rey Fernando Sexto” (Cardiel, 1900, p. 239).

Esto se contradice con el mandato del provincial Andrés de Rada de 1667 que repetía que se escusen de la profanidad de las fiestas porque se perdía lo principal de la misma que era la misa y ganar el jubileo. Por eso ordenaba al superior del pueblo que: “quite que el año siguiente celebre la fiesta con aparato de Alférez, etc.; y que vengan indios de fuera[14]; agregando que no se cambien las fechas de las fiestas. Similar orden impartió el provincial Donvidas en 1687 prohibiendo que los “Alférez entren y estén en la iglesia con cofia, espuelas y sombreros puestos; que todo esto se quite”. Incluso agregaba que también se les quite, lo que señalamos antes:

“el adereço de los cavallos con listones y colonias, que no conviene privar al adorno de los templos por aplicarlos a los de los cavallos, según se ha executado en algunos pueblos no con pequeño reparo de los que assist[í]an a las fiestas”[15].

Continúa Cardiel con un tema interesante, señalando que en los poblados había muchas funciones militares y si alguno le preguntaba a los participantes:

“¿quién eres tú? ¿qué oficio tienes? responde: ñande Rey soldado niche, yo soy soldado de nuestro Rey (entrometen algunos de estos vocablos castellanos en su lengua). Conocen al Rey y tienen concepto del Rey al modo que la gente rústica de España” (Cardiel, 1900, pp. 239-240).

El contexto de este párrafo es para explicar la fidelidad de los indios a la corona en el marco de la guerra guaranítica a que hace referencia el escrito.

Otras manifestaciones en las fiestas son las teatralizaciones que se ejecutan en un tablado que se levanta en el pórtico de la iglesia donde los indios:

“hacen una ópera al modo italiano, con su vistoso teatro, cantada toda al son de la espineta, con las personas correspondientes, y en castellano. Son devotas las que saben; y una hay de la renuncia que hizo de su reinado Felipe V, entrando por personas Felipe V y su hijo D. Luís, varios grandes de España, y otros: y ni en ésta, ni en las demás, hay papel de mujer. Todos están con el vestido correspondiente al personaje que representan: y todo va de memoria, no por el papel.” (Hernández, 1913, p. 576)

El juego de cañas (Fig. 3) que señalamos antes, describe Cardiel que parece era frecuente e incluso fue representado en un dibujo del pueblo de San Juan. El juego comienza así, luego de una señal:

“A la hora señalada se forman todas las compañías en las bocacalles. Salen dos Cabos de los dos cuerpos de a pie y a caballo a comenzar la pelea: corren con gran destreza muchas escaramuzas (son los indios más diestros en correr a caballo que los Europeos), y después de varios lances dispara uno un pistoletazo al contrario, y a esta seña sale al medio de la plaza toda la infantería formada y con sus grandes y vistosas banderas. Sale la caballería por las 4 esquinas con gran furia a romper la infantería. Defiéndese esta con picas y armas de fuego, que continuamente las disparan. Da muchas vueltas y revueltas rodeando por todas partes, hasta que finalmente, después de muchos acometimientos, abren brecha rompiendo por medio, y arrebatando con presurosa violencia una o dos banderas, con grande estruendo de la fusilería. Que a este tiempo dispara mucho más. Vuelven a unirse los infantes, asestan las piezas de campaña donde las tienen, y en algunas partes están prevenidos de cohetes que disparan por entre los pies de los caballos. Vuelve otra vez a tentar el romperlas la caballería y consiguiendo el intento, y arrebatadas las banderas y revoloteadas con gran ligereza por toda la plaza, llevan a la infantería vencida, dividida en 4 cuerpos entre los caballos” (Furlong, 1953, p. 171).


 

Figura 3. Detalle de una representación del juego de cañas en el pueblo de San Juan (c.1756), (Biblioteca Nacional de Francia, GeC2769, https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/btv1b550047858)

La fiesta continúa a la noche con hogueras y algunos “artificios de fuego”. Las autoridades cabildares se sientan en el pórtico y en la plaza comienzan los danzantes, cada uno con una vela a modo de linterna en la mano sobre palos pintados, y con “diversos trajes, á lo español, á lo turco, á lo asiático, y otras naciones, y algunos con vestido cómico” (Hernández, 1913, p. 574). Se desenvuelven con variadas posituras y mudanzas, formando motetes e incluso con versos de alabanza al Santo Patrón. Finalmente vienen los premios para absolutamente todos y culmina: “sin toros, sin embriagueces, sin bailes peligrosos, y sin cosa que pueda traer detrimento al alma ni al cuerpo, sino devoción” (Furlong, 1953, p. 171).

Conclusiones

Las fiestas patronales en las reducciones jesuíticas del Paraguay constituyeron una manifestación cultural compleja, profundamente enraizada en una doble lógica: por un lado, la catequesis barroca impulsada por la Compañía de Jesús; por otro, la continuidad de estructuras simbólicas propias del mundo guaraní. Esta dualidad no implicó una simple yuxtaposición de formas, sino una verdadera transfiguración cultural, donde las expresiones tradicionales indígenas fueron resignificadas dentro de los nuevos marcos religiosos, jurídicos y estéticos del cristianismo colonial.

La participación comunitaria en estas festividades fue total y transversal. La organización de la fiesta, lejos de ser exclusiva de los misioneros, involucraba a caciques, fiscales, músicos, danzantes, niños, autoridades civiles y vecinos en general. Todos desempeñaban roles definidos, lo cual revela una profunda apropiación indígena del ritual cristiano. La procesión, la música, el convite, los juegos y las representaciones dramáticas constituían instancias rituales donde lo sagrado y lo profano se entrelazaban, no como elementos antagónicos, sino como manifestaciones complementarias de una religiosidad festiva integrada.

Desde el punto de vista político, estas celebraciones reproducían y legitimaban un orden jerárquico en el que los caciques mantenían su autoridad simbólica bajo el amparo del poder misionero. La liturgia no anuló las estructuras preexistentes, sino que las reconfiguró en una nueva gramática ritual que combinaba obediencia espiritual y participación activa. Así, las fiestas operaban como instancias de dramatización del orden social, en las que el cuerpo político del pueblo se manifestaba visual y sonoramente, mediante vestimentas, gestos, alimentos, danzas y dispositivos simbólicos de alto impacto.

Desde el plano teológico y pastoral, los jesuitas supieron adaptar la escenografía barroca a las sensibilidades indígenas, privilegiando la teatralidad, la música, la ornamentación y la sinestesia como recursos pedagógicos. Esta “estética del exceso”, concepto desarrollado por Fernando Bouza en su análisis sobre la cultura visual y política del Barroco español, describe cómo las imágenes, los símbolos y los rituales públicos se desplegaban con una espectacularidad sensorial destinada a fijar jerarquías, fidelidades y devociones. Tal como sostiene Bouza: “la acumulación de signos, el uso de la luz, del sonido, del color y del movimiento, forman parte de una política de la imagen destinada a conmover y persuadir” (Bouza, 2001, p. 85). Esta lógica fue apropiada por los guaraníes de manera creativa, transformando las plazas y templos en escenarios de encuentro, comunión y memoria colectiva.

Asimismo, el convite o pepy se mantuvo como un eje articulador de la vida festiva. En lugar de ser abolido, fue canalizado hacia el banquete cristiano, adquiriendo una nueva semántica sin perder su función originaria: la de producir comunidad a través del don. Esta transformación confirma la hipótesis de Bartomeu Melià sobre el "desplazamiento semántico" como una de las claves de la evangelización jesuítica: no se trató de erradicar lo indígena, sino de reinscribirlo en otro horizonte de sentido, al tiempo que se facilitaba la aceptación de la nueva fe mediante prácticas socialmente significativas.

La fiesta fue también un espacio de tensión. Las normativas provinciales que intentaban moderar su dimensión profana —prohibiendo la ostentación ecuestre, el uso del estandarte real o el ingreso de alféreces con armas en la iglesia— evidencian las dificultades de disciplinar una celebración que, en su exuberancia, escapaba parcialmente al control clerical. Sin embargo, estas tensiones no impidieron que las fiestas patronales se consolidaran como uno de los mecanismos más eficaces de inculturación cristiana y reproducción simbólica del poder reduccional.

En suma, las fiestas patronales fueron mucho más que un componente del calendario litúrgico: constituyeron verdaderas performances colectivas de memoria, identidad y poder. Fueron, en palabras de Víctor Turner (1969, p. 92), "dramas sociales" en los que la comunidad narraba y actualizaba su mundo, negociando sentidos, jerarquías y vínculos. La imagen tutelar, epicentro del ritual, no solo era venerada: era humanizada, activada, acompañada en procesión, convertida en protagonista visible de una historia común. En ella se encarnaba la promesa de protección y salvación, pero también el modelo de virtud y cohesión que debía regir la vida del pueblo.

El universo barroco encontró en las reducciones jesuíticas un campo fértil de expresión, y el pueblo guaraní supo apropiarse de sus formas para reconfigurar sus propias memorias rituales. Las fiestas, por tanto, no fueron solo un medio para evangelizar; fueron también una vía para construir una nueva identidad mestiza, barroca y americana, donde lo europeo y lo indígena se entrelazaron en una teatralidad compartida. En este sentido, estudiar estas celebraciones no solo permite reconstruir prácticas del pasado, sino también comprender los modos en que las comunidades coloniales elaboraron sus formas de habitar el tiempo, el espacio y lo sagrado.

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Sobre el autor:

Carlos A. Page: es arquitecto y doctor en historia, con estudios posdoctorales en el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España). Investigador Principal del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina). Profesor de posgrado en la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de Misiones. Miembro del Comité Científico del SIEJ (Société Internationale d ́Etudes Jésuites, París). Dirige el programa “Antiguos Jesuitas en Iberoamérica” (CIECS/CONICET-UNC). Fundador-Director de la revista científica “IHS. Antiguos jesuitas en Iberoamérica". Publicó alrededor de trescientos artículos en revistas científicas y de divulgación en Iberoamérica, Estados Unidos y Europa. A ellas se suman más de treinta libros. Sitio web: http://www.carlospage.com.ar/

 

 

 

 

 



[1] El P. Diego de Torres, primer provincial del Paraguay, en su conocida primera instrucción a los jesuitas del Guaira, escribe: “Y en el altar principal pongan imágenes de nuestros BB. Padres Ignacio y Javier, aunque sean de estampas: y tengan alguna para los enfermos: y tomando por patrones y testigos á los dos santos” (Hernández, 1913, 581). Para el conjunto de los pueblos se designaba como vice patrón de los mismos a los gobernadores, afirmación recurrente en la historiografía de las misiones.

[2] Nos referimos a “De administratione guaranica comparate ad Rempublicam Platonis commentarius” que es la primera parte del libro de José Manuel Peramás SJ, De vita et moribus y que se publicó separadamente y en castellano en 1946 con traducción y notas de Juan Cortés del Pino y prólogo del P. Furlong, siendo reeditado varias veces (Josep Manuel Peramás, Platón y los guaraníes, Nueva versión del original latino (Pertiñez y Melià, 2004). 

[3] Carta Anua, Santiago de Chile, Febrero de 1613. 

[4] La misma firma del santo era tomada como una reliquia. De este papel firmado y milagroso se refiere el P. Torres en la Carta Anua que envía en 1615 (Leonhardt, 1929, 473). Agreguemos además que una cruz que se conserva en el museo de Arte Religioso Juan de Tejeda en Córdoba (Argentina) está incorporada en la unión de la misma y bajo vidrio un pequeño papel firmado por Ignacio.

[5] Carta Anua parcial P. Roque González, San Ignacio 8 de octubre de 1613 (Moreno, Carbonell De Masy y Rodríguez Miranda, 1994, 47-48).

[6] Carta Anua. Santiago de Chile, Febrero de 1613.

[7] Carta Anua del P. Nicolás Mastrilli Durán, Córdoba, 12 de noviembre de 1628..

[8] Carta Anua de las misiones del Paraná. Pedro Romero, San Nicolás, 16 de mayo de 1634.

[9] Carta Anua 1637-1639. Francisco Lupercio de Zurbano, Córdoba del Tucumán, 13 de diciembre de 1643.

[10] Biblioteca Nacional de España, doc. 6976. Carta del P. visitador y viceprovincial Andrés de Rada, Itapúa, 13 de abril de 1664, ff. 33-34 y Narvaja (2023, p. 71).

[11] Archivo Romano de la Compañía de Jesús, Paraq. 14, Breve noticia de la numerosa y florida Cristiandad Guarani, ff. 26-27 y Auletta (1999, p. 144).

[12] Archivo Romano de la Compañía de Jesús, Paraq. 14, ff. 26-27.

[13] Carta Anua del P. Oñate 1615.

[14] Biblioteca Nacional de España, doc. 6976. Carta común de su Ra, del Pe Provincial, para todos los PP. de estas Reducciones del Paraná y Uruguay. Su fecha 19 de diziembre de 1667. Es del Padre Andrés de Rada, f, 40 y Narvaja (2024, p. 81).

[15] Ibid., Carta del Pe Provl. Thomás Donvidas de 13 de abril de 1687 para los PPes Misioneros. f. 138 y Narvaja (2024, p. 158).